Ni para un chiste malo
La estampa de Luis Carandell es apenas un recuerdo brumoso de los telediarios oficiales del felipismo. Aparecía en la pantalla ataviado con una chaqueta de gruesa pana marrón y ancha corbata anudada al gaznate, y sumaba ironía y cierto gracejo a los titulares, así como solía cerrar el parte con sarcasmos inofensivos que contaban con el visto bueno de la mano que mecía la cuna en el Pirulí.
Carandell, que había sido cronista parlamentario en los tiempos que se vendían periódicos y los clientes de los bares se hacían con el ejemplar de cortesía para distraer los churros y el café con leche, fue, sobre todo, divertido retratista –con tendencia al esperpento– de la España de los últimos capítulos del franquismo. Con verbo cañí plasmó muchas estampas genuinas que se han tragado (lo escribo con melancolía) las mareas unificadoras de la globalización. La fineza de sus ojos azules se clavaba en aquellos carteles que advertían: «Se prohíbe esputar, por razones de higiene», colgados lo mismo de la columna de un garaje que de la pared de una tasca; «Se multará por jugar a la pelota», dolorosa amenaza para los niños; «En esta casa se duerme la siesta», aviso inútil a día de hoy ante la persistencia de los malditos call centers.
El periodista de perilla amaba las garrotas que adornaban los mesones, con su correspondiente leyenda grabada a lo largo de la madera, que disuadían a los carpantas que pretendían llenarse el estómago de gorra. También los urinarios en los que se rogaba que se pusiera cuidado en «no orinar fuera de la taza». La España que dibujó era ocurrente, de gruesa ironía, refranera, aficionada al dicho popular, más bien sucia, gritona, tumultuosa, festiva, amiga de los suspiros y los entierros, un país dentro de otro país en cada patio de vecinos, envidioso y piadoso a partes iguales, jaranero, noctámbulo, popular, docto en el hablar, proporcionado, chistoso, regional, artesano, respetuoso con los abuelos y acogedor con las nuevas hornadas, una España de traperos de carro y mula, lecheros de burro y cántara, guardias urbanos, afiladores con su flauta de pan, seiscientos y ciudad dormitorio, tiovivo y autos de choque, en la que vagabundeaban los últimos serenos, se le daba elocuencia al «Gas en cada piso» y una chapita del Ministerio de la Vivienda –con el correspondiente escudo del yugo y las flechas– diferenciaba los edificios de protección oficial.
Esto ya no es lo que fue. Rompimos el hilo que nos unía a un universo entrañable, incompatible con los ciudadanos que se hacen selfies en el interior de la catedral de Burgos o de las cuevas del Drach, aquellos que ultrajan la majestad de Ronda con sus despedidas de soltero en las que se disfrazan de enfermera sexi, los que simulan prestar su voz a famosos cantantes en vídeos para Tiktok. Luis Carandell los hubiera despreciado por no ser merecedores de una entrada en su “Celtiberia Show”.
¿Cuáles habrían sido sus mordaces comentarios al espectáculo con el que nos entretienen los políticos y su parentela? Pedro Sánchez y señora, el hermano que es músico errante, Houdini Puigdemont, Óscar Puente (el más celtibérico de todos), Cuca Gamarra y su eterna regañina, Yolanda Díaz, Marlasca y su cerúleo color de piel, el inefable Esteban González Pons, superKoldo, la ministra de las plumas en las orejas, el servicial Bolaños, Álvaro García Ortiz en “Atraco a la tres”, la sombra redonda de Cándido Conde-Pumpido, Ábalos o la jarana con que celebran la nulidad de su condena criminal los muñidores de la estafa de los ERE. Con semejantes protagonistas para el número nacional de variedades, Carandell se hubiese prendido un cigarro y, después de expulsar una larga fumarada por la nariz, habría enarcado las cejas y se hubiera rascado su barba caprina, antes de levantarse de su escritorio para encaminarse al salón, donde se habría servido una copa.
«Para qué perder el tiempo», se hubiera dicho entre los gorgoteos del alcohol al derramar el whisky sobre los hielos del vaso. «Ninguno de esos tipos me ofrece ni las raspas para hacer de sus mendacidades un chiste malo». Una manera, muy de Carandell, de sacudirse el polvo de la chaqueta.