La Milá nos trajo la libertad
De niño me atrapó la fascinación por Mercedes Milá, una periodista de carácter, agresiva en ocasiones, inteligente y bien formada, con su prurito de chica bien que jugueteaba con la Gauche Divine, cuando aquello tenía el exotismo de cierta contracultura para quien nació y creció al cuidado de nannies, madeimoiselles y fräuleins, y que, gracias a la posición social, cultural y económica de sus padres, disfrutó con licitud de cocinera, chófer y un ejército de sirvientas de cofia y delantal. En este sentido, la Milá era producto singular de su época, en la que los jóvenes de cualidades intelectuales se enfrentaron, durante los años de rebeldía, al orden franquista, dichosos por enarbolar la bandera de la libertad mientras fumaban marihuana y canturreaban con los discos de Georges Moustaki.
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Hasta aquí, no hay problema, como no lo hubo durante su presencia cautivadora en la única televisión de los años setenta y ochenta, ni en su segundo capítulo en los primeros canales privados durante los noventa. Después llegó el desmadre, la transfiguración en un personaje histriónico, chillón, faltón, ordinario, que cambió sus jugosas entrevistas a Julio Cortázar, al general Gutiérrez Mellado, Jacques Costeau, Chavela Vargas o a la superiora de un convento de clausura, por la basura de Gran Hermano, de cuyos concursantes narró el kamasutra que registraban las cámaras, su violencia, sus pedos y malos olores de pies y axilas. Aquel serial de telebasura, ella sumó momentos estelares para su desprestigio, como cuando hizo un calvo en directo o se mostró como ninfomanía sexagenaria. Con aquellas maneras bufas sepultó la leyenda de sus mejores tiempos, cuando provocó a Camilo José Cela; logró la primera entrevista a Isabel Pantoja después de la muerte de Paquirri; dio espacio a la borrachera de Francisco Umbral y su libro, del que nunca supimos el título; unió en una misma mesa a Luis Miguel Dominguín y a su hijo, Miguel Bosé; resistió la verborrea disparatada de Sánchez Dragó; hizo hablar por última vez a Gracita Morales e hizo signos a José María García para que cerrara el pico (el locutor, en ese momento, estaba cargando contra el gobierno de Felipe González), después de que en otro de sus programas Pedro Ruiz ofreciese, en fría venganza, el teléfono personal de Borrell, por aquel entonces Secretario de Estado de Hacienda.
Al saber que la Milá estrenaba un nuevo espacio, me picó la curiosidad de comprobar cómo anda su agilidad periodística. Es cierto que no he prestado demasiada atención a la catalana desde hace lustros, así que abrí la plataforma de Movistar + y me sorprendió encontrármela con el pelo blanco y lloriqueando por haber cumplido setenta años (¡qué lejos queda Boccacio!). Inauguraba el serial con Ana Belén, fija en su catálogo desde la aurora de los tiempos. Como la cantante y actriz no me desagrada, puse toda mi atención y la mejor de mis intenciones en la lluvia de preguntas y respuestas, pero enseguida se vieron defraudadas. En primer lugar, porque ambas monopolizaron a los muertos de la pandemia, al homenajear exclusivamente a los de su pandilla, algunos de ellos sectarios de carné que nunca comprendieron que Democracia significa entendimiento y convivencia entre quienes piensan de modo diverso. Además, porque, una y otra vez se arrogaron los éxitos de la Transición, que consideran logros de la izquierda. Más aún, de los afiliados al PCE (la Milá dixit), más aún todavía, de ella y de la mujer de Víctor Manuel (niños prodigio del franquismo).
A juzgar por cómo les ha sonreído la fortuna a la oligarquía del puño cerrado, su ideología tiene más de capitalismo que de marxismo, de desengaño, en resumen, pues del comunismo no les quedan ni las migas; más de propiedad privada que de colectiva; más de fondos, acciones, bonos, sicavs, dividendos… que de preocupación por los proletarios del mundo; más de nouvelle cuisine con cinco estrellas Michelín, que de pan para el pueblo; más de resort, châteaux y otras maravillas de la hostelería de lujo, que de comuna; más de American Express para las millas de oro de París, Londres, Madrid y Nueva York, que de cartillas y tiendas comunales.
Entre palabras malsonantes (algunas ofensivas para quienes creemos en la sacralidad de determinados vocablos), una y otra, otra y una, se fueron colgado medallas, orgullosas, quizás, de que España se encuentre en la cola de Europa en tantos derechos fundamentales (al empleo, a un sueldo digno, a la protección de la familia, a la libertad frente a las ideologías impuestas desde el gobierno, a la educación no politizada, a la imparcialidad y rapidez de la justicia, etc.) y de que la sociedad se encuentre aletargada, desmotivada y aburrida.
Mercedes Milá, Ana Belén y otros compañeros mártires son el ejemplo del aburguesamiento de todos aquellos que, con patente de corso, llevan décadas declamando el discurso fatuo de su osadía contra el Caudillo moribundo, dueños, sí o sí, de horas y más horas de propaganda en canal abierto (o de pago).