Julio Iglesias sopla ochenta velitas
Julio Iglesias, junto a Ramón Arcusa, Manuel de la Calva y Gianni Belfiore, firma la autoría de su famosa canción «Quijote», con la que daba comienzo a muchos de sus multitudinarios conciertos por todos los rincones del mundo. Lo mismo le daba entonarla en la plaza de toros de Huelva, en el Camp Nou de Barcelona, en la plaza del Obradoiro de Santiago de Compostela, en el velódromo de Anoeta de San Sebastián que en Kuala Lumpur (Malasia); al llegar el momento de entonar los versos «Soy cantor de silencios que no vive en paz / Que presume de ser español / donde va», marcaba un énfasis especial y movía la mano para que se prendiera, tras él, en una pantalla, una bandera de España tan grande que podía verse desde la última fila del gallinero. Lo mismo le daba el lugar y lo mismo le daba la reacción de algunos de sus espectadores, si es que se atrevían a elevar sus chiflidos y protestas en ese momento en el que el público estallaba en una tromba de ovaciones.
Fui testigo, en la plaza de toros de Vista Alegre (Bilbao), de la capacidad de Julio para avivar el patriotismo incluso en aquellos que de habitual se beben sus chiquitos en los Batzokis y Herrico Tabernas (porque son más baratos). Yo los vi, con la chapela enroscada hasta las cejas, caer magnetizados ante el bronceado intérprete, capaz de sacarles de las entrañas un estremecimiento de positiva emoción al toparse, sin preverlo, con la enseña nacional que en teoría desprecian. Lo mismo sucedió entre tema y tema, cuando el madrileño hacía referencias a su labor diplomática por esos países de Dios, en los que se empeñaba en cantar buena parte de su repertorio en español, a pesar de su capacidad para hacerlo en diferentes idiomas.
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Ante el complejo de segundón que abaja la cerviz del español cuando se encuentra en el extranjero, Julio Iglesias recalcaba su orgullo por llevar su españolidad allí donde actuaba, de hacer valer nuestro idioma común allí donde prevalece el inglés como lengua exclusiva de los éxitos musicales de alcance universal. ¿Acaso Iglesias no ha hecho tararear el cancionero popular –me refiero a las composiciones y letras que enamoraron a nuestros padres y abuelos, muchas de ellas firmadas por egregios compositores de México, Perú, Argentina…– a japoneses, rusos o australianos? ¿Acaso no ha ido a buscar, en las décadas de los setenta y ochenta del pasado siglo, a las comunidades de españoles desperdigadas por el planeta para llevarles el aliento de casa?
La voz, la música y el movimiento de Julio Iglesias podrán gustar más o menos (a mí me encantan), pero nadie puede negar la extraordinaria capacidad con la que ha izado nuestra bandera allí donde le ha llevado su ajetreada carrera, defendiendo siempre el prestigio de lo español sin disculparse ni pedir permiso, convencido de la fuerza cultural de nuestras costumbres, de nuestras manifestaciones artísticas (ahí queda su manifiesta pasión por el Real Madrid, su equipo, por el Rioja y su afición a los toros), de lo magnánimo de nuestros logros deportivos (sus redes sociales conservan una colección simpar de felicitaciones a quienes hacen historia en las competiciones de cualquier disciplina), del poso que han dejado distintos personajes egregios que van pasando a mejor vida, para quienes siempre tiene un comentario de reconocimiento y afecto.
En Julio Iglesias se distinguen los atributos del “gallego”. No me refiero necesariamente a los nacidos en alguna de las cuatro provincias del noroeste, sino a aquellos a los que en América otorgan ese apelativo: el viajero de la madre patria que desembarcaba en un puerto desconocido, con una maleta de cartón repleta de incertidumbre y expectativas, un traje gastado y, quizás, las suelas de los zapatos agujereadas, sin nada que perder y todo por ganar. Julio es su mejor representante, aunque él aterrizó en un avión, se instaló en una mansión con embarcadero y no detuvo la máquina de multiplicar su fortuna.
Aquí nada importa su vida privada, que durante tantos años convirtió en muleta de su carrera artística, ni los cadáveres afectivos que haya podido dejar por las cunetas de su ir y venir sobre la nave del éxito. Tampoco importa su silencio desde hace algunos años; está en su derecho de disfrutar de una feliz ancianidad, en estos tiempos que nadie parece hacerse viejo. Ha llegado el momento de hacérselo saber, de mostrarle el agradecimiento de todos los españoles. Si el Rey no estuviera maniatado incluso en los pocos espacios en los que cuenta con capacidad plena, sería de justicia animarle a que tuviera a bien conceder a Julio un título nobiliario (el ducado de Hey!, por un decir, y con Grandeza de España), aunque al Cuerpo de la Nobleza le resulte extraño. Pocos se lo merecen como él ni atesoran tantos méritos.
Felicidades, Julio, por este ochenta cumpleaños de una vida exprimida y triunfadora.