El duque del Falcon
El historiador es intérprete más que notario de lo que sucedió. Es decir, toma partido. Por poner un ejemplo, Ricardo de la Cierva y Hugh Thomas firman dos versiones distintas de los mismos hechos, pero ni uno ni otro consiguió retratar los sucesos de la Guerra Civil con totalidad, que es donde se ampara lo objetivo. Si cada individuo es poliédrico, qué podríamos decir de un grupo humano, por más equidistante que el historiador pretenda mostrarse.
El mero enunciado de los hechos, sin embargo, tiene que ser objetivo: la decisión de Franco, como Jefe del Estado, de conceder títulos nobiliarios a su libre parecer, por ejemplo. No fueron muchos: cuarenta y siete, algunos con la guinda de la Grandeza de España. El Caudillo quiso enaltecer a los caídos egregios del bando que capitaneó durante la Guerra, así como a aquellos que con su esfuerzo e iniciativa sacaron a España de los arrabales de la pobreza. Amparado por aquella Ley, Juan Carlos I, Rey de todos los españoles, concedió seis títulos más tras la muerte del ferrolano y antes de que rubricara el nuevo texto constitucional. A partir de entonces, las poquísimas distinciones nobiliarias de nuevo cuño han ido recayendo sobre una baraja de personajes, algunos de manifiesta fe republicana e, incluso, nacionalista, que, mire usted por donde, no hicieron ascos a su entrada en el Gotha peninsular. Felipe VI, por su parte, no ha firmado una sola concesión hasta el momento, lo que también es un hecho objetivo.
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Objetivo es que el gobierno de Pedro Sánchez, rizando el rizo de sus propósitos mesiánicos, ha sentenciado a la ignominia a quiénes juzga indignos de formar parte de la nobleza, a causa de su apoyo a la causa franquista. Como el contratista de un matón al que se le encarga un ajuste de cuentas portuario, su gobierno ha derogado los títulos nobiliarios que no le gustan, a pesar de que estos llevan la estampilla de un Jefe de Estado, cargo que, hasta el momento, Sánchez no detenta. Aprovecha su perfidia, además, para volver a poner al padre del Rey –líder y guía del proyecto de entendimiento entre Las dos Españas– entre las fauces salivadas de los leones liberticidas, al equipararlo en su poder al dictador, en otra exhumación (esta, sin muerto) aún más grotesca que la que TVE retransmitió en directo para mayor gloria del desenterrador, tipo de mandíbula dura que siempre quiere ocupar el primer plano.
La concesión de un título nobiliario es la fotografía objetiva de un momento concreto de nuestra Historia. Por eso, tendría que ser irrevocable y permanecer ajeno a las mareas de intereses que vengan después. Si Sánchez revoca el ducado de Mola porque en su concesión se reconocía el papel del militar en las filas del ejército sublevado, o el de Calvo Sotelo porque homenajea la memoria de un político conservador al que acribillaron las balas de un militante socialista, habría que plantearse todos los honores que inmortalizaron las hazañas guerreras de nuestros héroes patrios.
Salvador Dalí recibió un marquesado que, con lógica, también podrían haber recibido los descendientes de Pablo Picasso. Picasso fue rojo y Dalí un consentido por parte del dictador a pesar de su espíritu subversivo. Franco le permitió amasar una fortuna en su residencia en Portlligat, pues el artista catalán, listo como una serpiente, vejó a sus compañeros de la Residencia de Estudiantes caídos en desgracia, para resucitarlos en odas de amor cuando el general descansó bajo la losa de Cuelgamuros. En 1982, Dalí recibió el merecimiento de caminar por la alfombra de la aristocracia, lo que aprovechó para hincharse con la venta de cientos de miles de reproducciones de su Crucificado sin cruz, que lucieron, para mayor gloria del catalán, los torsos velludos de los chulosplaya que caminaban por las orillas de la España de Naranjito.
¿Tendría sentido retirar la memoria de aquel título vitalicio? Tampoco quitarle al hijo de Camilo José Cela el marquesado de Iria Flavia, aduciendo los tejemanejes del verborreico escritor con las zonas oscuras del Régimen. Adolfo Suárez formó parte del Movimiento, lo que no fue óbice para que su nieta mayor presuma en sus tarjetas de visita del ducado en el que brilla su apellido en letra inglesa. También José Antonio Samaranch, en sus años mozos, vistió la camisa azul. Y con el tiempo presidió un comité internacional sobre el que sobrevolaba la corrupción. Si a ojos del Rey cada uno de ellos reunió cualidades meritorias para formar parte de la nobleza, solo podemos decir amén. Como solo cabe el amén ante la corona de dieciocho puntas del desestabilizador conde de Godó, o la de un ácrata como Antoni Tàpies o la de un nacionalista republicano como José Tarradellas. Todos, insisto, son la fotografía objetiva de diferentes momentos de nuestra Historia.
No siento por los títulos firmados por Franco una especial simpatía, entre otras cosas porque ese tipo de designaciones están reservadas al Rey. Pero una vez concedidos, asumidos y asimilados, carece de sentido la pataleta retroactiva de quienes son incapaces de reconciliarse con el pasado. Además, resulta abusivo que se prive a sus herederos de un derecho que les pertenece.
En vez de avivar el fuego del rencor, Sánchez y sus apandadores deberían proyectarse hacia el futuro y facilitar que nuestro actual Monarca premie con nuevos títulos nobiliarios a quienes lideran los ámbitos culturales, artísticos, económicos, científicos, deportivos… de España, tal como corresponde a un país que puede presumir de contar con semejante prerrogativa honorífica. Y si a Pedro Sánchez se le honrara con, supongamos, el ducado del Falcon, por lealtad no me quedaría otro remedio que inclinar la cerviz.