Colgado de la política
La noche del 23 de julio, nada más se confirmó su fracaso electoral (de acuerdo, no lo fue tanto), al ver por televisión la patética celebración de Pedro Sánchez como si fuese el vector de una victoria arrolladora, a su mujer alzar el signo de la victoria, clamar a la ministra María Jesús Montero, con su inconfundible savoir faire, el conciliador «¡No pasarán!», me convencí de que necesitaba marcar una ancha distancia respecto a la política.
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El resultado final del conteo de papeletas había venido a demostrar la voluntad del pueblo por mantener un congreso de perdedores, que ha vuelto a quedar cruelmente condicionado por una amalgama de partidos que representan a grupos de población minoritarios, partidos de vocación desestabilizadora que recusan el sistema de convivencia que –¡oh, contradicción!– están obligados a garantizarnos, que minan el sano entendimiento entre los ciudadanos, que gustan de agitar a sus secuaces más radicales para que tomen las calles con piedras y contenedores en llamas, que, incluso, no se han lavado las manchas resecas de sangre que les salpican las manos, cuajarones de los que se enorgullecen con embeleso porque llevan el ADN de sus trofeos de guerra, entre los que destacan cargos políticos y militantes del partido que ahora les abraza y les concede prebendas por orden directa del líder, un náufrago que desembarcó en el palacio de la Moncloa con un colchón a estrenar y unas gafas de sol para el Falcon, que ha dado la espalda a los cementerios donde descansan los restos mortales de sus compañeros que fueron ejecutados por orden de quienes también sonreían aquella última noche electoral, una sonrisa aviesa en la que brillaban sus colmillos puntiagudos, pues la distancia de la derecha respecto a la mayoría absoluta les permite seguir manejando la cruceta a la que están atados los hilos con los que mueven al tipo de la mandíbula prieta, marioneta que les ha caído del cielo para que puedan aprovecharse de todas y cada una de las debilidades de nuestro sistema democrático.
Jorge Luis Borges, un cínico exquisito, se reía del entramado de las democracias modernas, «una superstición basada en la estadística», definición genial. A los hechos me remito: nuestra superstición nos lleva a proclamar que se trata del mejor de los sistemas, cuando su manual de instrucciones solo nos permite participar de dos maneras: una de consolación y voluntaria, que consiste en depositar una papeleta en la que aparece una larga lista de candidatos obedientes a la ciclópea máquina del poder. La otra, obligatoria, que consiste en pagar a la caja común por todo lo que hacemos y no hacemos, bajo el cuento del sostenimiento compartido de un Estado que nos vigila. Ningún demócrata escapa a las intromisiones abusivas de la recaudación, que se aprovecha de la necia creencia de que la democracia es el gobierno de todos y para todos, cuando, en realidad, se trata del gobierno de unos pocos –poquísimos, y ahora perdedores y minoritarios– que abominan a todo aquel que los cuestiona, y nos avasalla a golpe de impuesto directo, indirecto y de media vuelta, a golpe de decreto, a golpe de oscuros pactos a beneficio de causa.
Después de las imágenes de la noche del 23 de julio, en las que Feijóo hizo lo posible por encender en su ambiguo gesto un mohín de entusiasmo, arropado por la vieja guardia (demasiado vieja, demasiado guardia) del Partido Popular, que brincaba a su lado en el balcón de Génova luciendo bronceado e inmaculada camisa ibicenca –¡qué rubor!–, decidí, por motivos de higiene mental, poner distancia de la pasión que me desatan cada una de las tropelías que suma Pedro Sánchez desde que fue investido con los apoyos de quienes hacen uso de la superstición estadística para abusar, con toda pachorra, de la buena fe de la gente honrada.
A pesar de mi esfuerzo, no lo he conseguido. Será que no puedo desentenderme ante la pestilencia del aire viciado que recorre el país, ni de la infame bajada de pantalones con la que el presidente en funciones quiere asegurarse que continuará durmiendo en el colchón que sustituyó al que ocuparon Rajoy y señora, ni del compromiso en el que este tipo de rostro cuadriforme está poniendo a la monarquía (que sí es auténtica representante de todos), ni del lamentable devenir de las altas instancias de la Justicia, ni del silencio cómplice de los suyos, ni de la cobardía de parte de la sociedad civil, especialmente la más rica y poderosa, capaz de apoyar cualquier ocurrencia presidencial a cambio de que los sacos en los que guardan sus monedas no sufran ningún riesgo.
No me puedo desvincular de la política, por más que convenga a mi salud deteriorada por tantos disgustos, cuando la superstición de este vendedor de perfumes falsos está a punto de hacer saltar la patria en mil pedazos.