Borracha y vestida de malva
Cuando salgo de mi vida pequeña (la familia, el trabajo, los amigos, las aficiones…) y lanzo una mirada detenida al mundo que me rodea, siento cierto estupor. Bien es cierto que esa vida pequeña viene acompañada de un sinnúmero de situaciones amables, a pesar de que cada día traiga su preocupación, y de que esas preocupaciones a veces lleguen a proyectar sombras demasiado densas que, pese a todo, no son capaces de romper la armonía de una existencia objetivamente feliz. Mi familia es un regalo, el trabajo una oportunidad, los amigos un bálsamo y las aficiones una vía de escape y de enriquecimiento.
Me sobrecoge el rumbo que ha tomando la sociedad, marcado a fuerza de eslóganes oportunistas cuyo cariz ideológico busca la división y el enfrentamiento, la quiebra de la paz y la imposición de formas de actuar que nos dañan, amparadas en sentimentalismos que los medios de ocio y de comunicación difunden con irresponsable falta de moderación.
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Sabemos que cuando se antepone el sentimentalismo al raciocinio, el ser humano sale siempre perjudicado porque los sentimientos son caprichosos. Bien lo saben los hijos que se convierten en objeto de discordia cuando el amor de sus padres se quiebra para transformarse en odio. Y lo padecen al comprobar que el sentimiento puede ser amar, sí, pero también odiar.
El sentimentalismo tiene tan buena prensa que parece aguantarlo todo. Por eso los ideólogos de la nada que caracteriza a estos tiempos, lo utilizan para diseñar una sociedad al interés de sus retorcidos proyectos. Marzo lo han colonizado con la matraca del feminismo de color violeta. La lógica reivindicación contra las injusticias por motivos de sexo (me sorprende el silencio acerca de las trabas para la conciliación laboral, uno de los derechos no conquistados, fundamental para el equilibrio personal y familiar de las mujeres) ha dejado paso a guerra contra los varones al son del “Violador eres tú”, al que este año se une la proclama “Sola y borracha quiero llegar a casa”. Estos mantras dibujan un extraño estereotipo de mujer, fémina guerrillera dispuesta a imponer su dictadura (como si los dos sexos fuesen dos ejércitos mal llevados y peor traídos) mediante estrategias que huelen a naftalina y se tiñen de violencia.
Este feminismo de última hora, blande con demasiada soltura un discurso al que si le cambiáramos el sujeto principal por su contrario, rondaría el delito en la identificación y acusación de sus fantasmas. Tampoco conoce el pudor a la hora de soltar coces, pues aprovecha la justa repulsa ante cualquier sometimiento por razón de sexo, para batirse en duelo contra todos aquellos que no participamos de su festival de coros agresivos. De hecho, este feminismo de última hora es un coladero para los marxistas de nueva hornada, que con tal de patear la convivencia son capaces de juntar churras y merinas, de tal manera que es difícil saber cuántos “colectivos” forman parte del paraíso malva que encabeza la eterna manifestación, en la que se entiende que feministas somos todos, aunque sean menos, claro, muchos menos, porque lo único que otorga el carné de hembrista es la situación en el arco ideológico, de tal manera que a partir del centro y hacia la derecha está el averno patriarcal, en el qué -miren ustedes que extraño- las mujeres que lo ocupan no merecen un lugar en la conga del violador y la borrachera.
Hace doce meses escribí un artículo acerca del mismo asunto, en el que aproveché para hacer un homenaje a las mujeres de mi vida, que fueron y son fundamentales en ese mundo amable del que hablaba al principio, y que también fueron y son indispensables para disipar las densas sombras de los problemas, sin que se hubiesen visto ni se vean identificadas con el color morado. Me referí a las virtudes del genio femenino, al papel que ellas juegan en el crecimiento feliz de los hijos y en la complementariedad de los hombres… sin imaginarme que iba a despertar la ira de las feministas que rastrean cualquier escrito que trate sobre la mujer para cotejar -en el papel de una nueva censura- que el discurso no sea otro que el que proyectan sus eslóganes.
Por eso hablo del estupor ante el mundo que me rodea, que no es otro que el diseñado por el pensamiento único y populista, que redefine los puntales con los que se ha construido nuestra civilización con el propósito de desnaturalizarla, mientras la sociedad otorga e incluso acompaña sus ocurrencias disfrazadas de sentimentalismo.