Coronavirus

Un virus mutado de la gripe está poniendo en jaque a la economía mundial. Digo economía mundial y no salud, porque la cuenta de la vieja se prioriza también cuando se trata de una pandemia (el coronavirus, en el momento que escribo este artículo, no lo es, al menos más allá de su foco provincial en China).

La gripe ha brotado en el corazón de la segunda potencia mundial para expandirse por los cuatro puntos cardinales. Parece cierto aquel chiste en el que los cristales del planeta saltan en pedazos cuando todos los chinos se juntan para estornudar a la vez. También han reventado los protectores de los teléfonos móviles y otros artilugios de pantalla líquida –particular becerro de oro de nuestro siglo–, a juzgar por la espantada de las grandes compañías tecnológicas ante el congreso mundial de celulares, que ha tenido que suspenderse. Se lamentan, y con razón, los hosteleros de Barcelona, que se han quedado sin bicoca para repartir. Y se lamentan, más aún, los restaurantes chinos, que han superado la misteriosa cualidad de estar siempre medio vacíos.

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Siento el sufrimiento de los pacientes chinos y de sus familias. Siento la muerte prematura de los bebés y el fallecimiento adelantado de los ancianos. Siento la histeria que atenaza a un país gigantesco, en el que millones de personas entregarían la mitad de su reino (digamos, la mitad de su cuenco de arroz, que allí los reinos son muy humildes) por una mascarilla. 

Sin embargo, estas situaciones de emergencia desmedida nos ayudan a calibrar la debilidad del hombre, que a pesar de los trescientos cincuenta mil años que han pasado desde que nos pusimos en pie, debe enfrentarse a su pequeñez. El fuego, la rueda, la caza y la recolección; la agricultura y la ganadería; las primeras aldeas, los artesanos y las fábricas; los ejércitos, los países, las ciudades; los gremios y los vendedores de crecepelo; los imperios y las dictaduras; la bolsa, el petróleo, el plástico, la informática, el dólar y el euro; la conquista espacial, la globalización y la investigación médica; la primera y la segunda potencia, el G7, la Unión Europea y el Brexit; Operación Triunfo y los discursos de los ganadores del Oscar… se nos antojan nada ante un virus descontrolado. La supremacía del hombre occidental, la competición entre las universidades, los sistemas políticos y las pataletas nacionalistas son apenas una anécdota ante la posibilidad de que se acabe el mundo que hemos facturado a nuestra medida. Las murmuraciones, las rupturas familiares a causa de las herencias, las promociones laborales y las promesas electorales nada pueden cuando una plaga que se extiende por las venas de la Tierra.

Merece la pena que recapacitemos: este virus, imposible de ver si no es por un microscopio de última generación, hace tambalear los dioses paganos que quiebran las rodillas de los poderosos. No hay ingeniería social, estrategia de calado universal, proyecto político, corrupción mayor o menor, opios que dar al pueblo… que sirvan de escollera ante la ola de la pandemia, que se alza sobre las seguridades que regala manejar los hilos de este tinglado al que llamamos civilización. La adoración al dinero, al placer, al dominio se torna ridícula ante un pasillo de hospital atestado de pacientes, tose que te tose, salvo que el contagio exponencial, la población de riesgo, los infectados y hasta los muertos sean parte de las mesas de este casino en el que los intereses espurios lo dominan casi todo, pues los mandamases saben que el miedo es una de las mejores herramientas para pastorear a la población.

La vida pende de un hilo desde el mismo momento en el que rompemos nuestro primer llanto. Por eso cada instante de este viaje es un regalo inmerecido. No somos nosotros, no son nuestros méritos, no es el legado que dejamos lo que nos determina, sino la maravillosa voluntad de quien nos ha invitado a este juego sin merecérnoslo, entregándonos la libertad como un manojo de llaves con las que podemos abrir y cerrar infinidad de puertas en esta casa de locos.