Avon llama a su puerta
La casa en la que me críe contaba con escalera de servicio y montacargas, que era un ascensor de tres puertas por el que subían los mandados, también el persianista, el chispas, el hojalatero… y los gremios del barrio que en Navidad pasaban, piso por piso, solicitando el aguinaldo (el representante de los basureros, el de los carboneros, el de los limpiadores de las aceras…). También, más o menos cada dos meses, sonaba el timbrazo en la puerta de servicio. El badajo era rudo y distinto a la de la puerta principal, algo más sofisticado. Se trataba del representante de “Avon llama a tu puerta”, que en un maletón traía pedidos y novedades. Pilar, la buena mujer que cuidaba de los cinco hermanos –que tan bien cumplió su papel de educadora, confidente y amiga, ganándose con justicia el calificativo de segunda madre–, era una de las miles de agentes repartidas por España de aquella marca que solo vendía de tú a tú, sin distribuidores oficiales ni comercios de por medio, asegurando una buena comisión a su amplia red de prescriptores, término comercial que le dio a Pilar cierto prestigio entre sus amigas, primeras y únicas clientes, me temo, por lo que el cuento de la lechera le duró apenas cuatro o cinco timbrazos.
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Ya por entonces la fórmula de la venta directa, es decir, del representante con el catálogo de enciclopedias, empezaba a estar de capa caída. Ni los cómodos plazos ni el ejemplar de cortesía con los poemas de Gustavo Adolfo Bécquer, encuadernado en cartoné, cosido a mano y con lomo en polipiel marcado mediante dibujos dorados a punzón, terminaba de convencer al ama de casa, que previamente había sido víctima de diccionarios, colecciones completas y ediciones conmemorativas que se apretaban en la biblioteca del salón sin que nadie se molestara en abrirlas. Por eso supusieron una revolución las maneras de Avon, y con ellas las reuniones privadas de señoras: una ponía la casa, otras traían la merienda y una, solo una, desvelaba el motivo del encuentro: un objeto exclusivo, diferente, que no se podía encontrar en las tiendas y que aportaba un nosequé a la felicidad doméstica.
Lo que a los hermanos nos atraía de los pedidos de Avon era descubrir el continente, la forma y el color de los tarritos de perfume, quiero decir. Eran campanitas, otros maniquíes, caballitos de mar y ratoncitos, todos en cristal tallado. Había uno que traía un lazo de raso en el tapón, en honor a su espantoso nombre comercial: “Dulce honestidad”, que ganaba por goleada al “Días de campo”, al “Sirocco” o a la colección “Marisela”, en la que Pilar depositó toda su confianza.
Aquellas mujeres que en la década de los setenta hacían posible la adquisición de los productos Avon en tantos hogares, no sabían que sus sueños de ahorro, comisión a comisión, los inspiraba una mujer, Brownie Wise, la reina del Tupperware, ama de casa norteamericana que inventó la manera más eficaz para la comercialización de unas cajas de plástico para la conservación de alimentos, sin necesidad de intermediarios ni gastos en publicidad. Sus tés alrededor de las fiambreras de cierre hermético, despertaron una red de economía piramidal de representantes, agentes y clientes que, con el tiempo, hizo triunfar muchas otras mercancías. Así llegaron a tantos hogares la Thermomix o la Vaporeta, que lo mismo servía para planchar que para limpiar los azulejos de la cocina o realizar un peeling a fuerza de boqueadas de vapor caliente.
Tupperware se ha declarado en ruina. Supongo que el motivo estará en China, que no necesita vendedoras amateurs que organicen un té con pastas para inundar el mercado mundial con sus táperes sin marca. Y como es propio del ser humano la falta de gratitud, nadie reconocerá la genialidad de Brownie Wise, reina del márketing casero, estrella de las neveras de medio mundo, acreedora para los millones de ciudadanos que llevan a su puesto de trabajo unas lentejas, una ración de bacalao a la riojana o unas albóndigas con puré de patatas.
No sé si Avon sigue dando timbrazos. No sé si quedan suficientes mujeres que puedan permitirse una merienda entre semana alrededor de una esencia floral, una mandolina con todo tipo de cuchillas o una colección de fiambreras en las que se puede escuchar el “pop” que garantiza la conservación hermética de los garbanzos con arroz. Solo sé que Pilar anheló hacerse una modesta fortuna que nunca llegó.