Antes de subirme al AVE

El tren es el medio de locomoción que más me gusta. Ahora le exigimos rapidez, cumplimiento en los horarios de salida y de llegada, silencio, asepsia. Las ventanillas siguen mostrándonos –como en una pantalla de cinemascope– el escenario rural de nuestro país, la tramoya de los campos vestidos de colores distintos según las estaciones, los pueblos que pasan a la velocidad del rayo cuando nos desplazamos por las líneas de la Alta Velocidad, en las que no existen los pasos a nivel (con sus barreras de sube y baja) sino los puentes de hormigón blanco. El AVE y su competencia no cuentan con jefes de estación que luzcan camisa celeste, corbata negra y correajes, tampoco con factores ferroviarios tocados con elegantes gorras de visera de charol y bordados alados, que años ha flameaban su bandera, balanceaban el farol y hacían sonar el silbato, objeto de deseo de todos los niños que fuimos niños y nos moríamos por dar un soplido, aunque solo fuera uno, que detuviera y arrancara las locomotoras del mundo entero. 

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En los túneles de la Alta Velocidad a los pasajeros se nos taponan los oídos. Y de camino a la cafetería, por el estrecho pasillo que une vagón con vagón, hacemos equilibrios para nos desplomarnos sobre las piernas de otros pasajeros correctamente sentados. Frente a la violencia de esas sacudidas, los trenes de antaño se dejaban llevar por un compás que mecía a los viajeros hasta adormecerlos. Aquel vaivén se apoyaba en un colchón de piedras sueltas, en las traviesas de madera, en las vías que se dilataban en verano y se contraían con los fríos. Por las venas de España atravesaba la noche una sierpe de luz anaranjada; de día, una rápida procesión de orugas a la que los niños, bendita sea la inocencia, decían adiós en el noble deseo de que el tren alcanzara su destino.

El asfaltado de las carreteras nacionales y la inauguración de las primeras autopistas lastraron al tren hasta que, a partir de aquel 92 ubérrimo, llegaron los viajes a Sevilla en dos horas y media, que después se desdoblaron hacia muchas capitales. Frente al chucuchucu perezoso del expreso, del coche cama, del directo y de aquellos que se detenían en cada estación, ahora compramos un ida y vuelta que nos permite desayunar en Barcelona, comer en Madrid, mantener una reunión en Sevilla para volver a dormir en la Ciudad Condal.

En los países pobres el tren sigue vertebrando la vida, a pesar de sus habituales retrasos. O quizás la vertebraba, porque también allí se ha inoculado la prisa, la urgencia, el ya mismo… que debajo de su disfraz de rendimiento y provecho de los minutos nos va arrancando la vida a dentelladas.

Me asalta la memoria un trayecto que hice desde la sierra volcánica de los Andes ecuatorianos a la calurosa ciudad de Esmeraldas. Subí a un ferrocarril viejo que llevaba remendadas las paredes de sus vagones con parches de chapa de distinto color, como las chaquetas de los mendigos. El boleto indicaba la hora de partida desde la estación de Ibarra, donde zanganeaba un enjambre de maleteros, carros de correos, vendedores de golosinas, curiosos y pasajeros de rasgos cortados con tiralíneas (quichuas silenciosos), otros cobrizos de larga melena (otavalos) y algunos de piel negra que regresaban a la costa, donde siglos atrás se asentaron las familias descendientes de los esclavos.

La locomotora no bramó su alegre chiflido hasta la caída del sol, que en aquella latitud de la Tierra se hunde a plomo. Para no descender a oscuras las laderas del macizo americano, al poco se detuvo en un apeadero. Todo se encontraba a oscuras, salvo una bombilla titilante a la puerta de una pulpería. De las sombras y como por ensalmo surgió un ramillete de niños que a la vera del trenecito anunciaba frutas y caramelos para endulzar el sueño.

Qué lenta transcurrió la noche en el interior de aquel incómodo vagón, sin espacio para estirar las piernas, sin apoyos donde recostar la cabeza, que se me descolgaba hacia delante y hacia atrás en un movimiento compulsivo que rompía el descanso. Pero, tras un rápido amanecer la locomotora se desperezó con unos cuantos ronquidos, antes de proseguir el descenso hacia las aguas del Pacífico. La ventanilla enseñaba paisajes áridos, rocosos, arenosos… que me transmitieron desolación. Los contados habitantes de aquellos lugares salían de sus viviendas al sentir el rumor del tren, para despedir a quienes nos deslizábamos desde los nevados a la mar. 

Cuando el terreno comenzó a aplanarse, la máquina se abrió paso en la selva frondosa. Subí por una escalerilla al techo del vagón, en donde tomé asiento para contemplar aquel vergel, el mismo que asombró a Sebastián de Benalcázar y a sus tropas. El cielo luminoso, las bandadas de loros, las mariposas tornasoladas… La vida en todo su esplendor. Por eso ahora, antes de subirme al puntualísimo AVE, extraño los paraísos perdidos por los que navegué a lomos de una locomotora.