A los niños que España mata tan bien
Podrían haberte llamado Laura –es el primer nombre que me viene a la cabeza– y ser dueña de una bonita historia: quizás trenzada en un hogar con un padre ausente (esta sería la única zona negra de tu vivir) y una madre luchadora, que por asegurarte un futuro digno trabajaría de sol a sol como empleada doméstica, las primeras horas de la jornada en el piso de una familia numerosa, después en otra vivienda a seis paradas de metro y un transbordo, para acabar en una oficina en la que se pondría a vaciar las papeleras antes de que los empleados empezaran a marcharse, muchos de ellos sin despedirse de ella con un formal buenas tardes.
Te podrían haber puesto Alfonso Noel –lo de tu nombre es un capricho o una intuición– y encontrarte, a día de hoy, en los primeros compases del nuevo curso escolar, estrenando libros y lapiceros. ¡Qué rico, cómo huelen a nuevo!... Serías el primer vástago de tu familia nacido en España, con savia hondureña por todos los costados. Habrías heredado los preciosos ojos almendrados de tu madre y el mechón rebelde de tu padre, plantado como la bandera de tu coronilla. Qué gracioso el niño y qué listo, y cómo sonríe.
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Podrías encontrarte en la Universidad, querida Sandra. En la pública o en la privada, pues tu familia dispone de dinero. Quizás los primeros cursos andarías despistada a cuentas del aprendizaje en el uso de la libertad. Lo mismo le ocurrió a tu madre, que repitió primero de Sociología porque le cautivó la noche tanto como un chico de segundo, con el que mantenía relaciones íntimas en el interior de un coche. Esos detalles nunca los conocerías, porque tus abuelos (con los que vivirías) habrían descolgado un telón sobre aquel tiempo turbio y sobre la identidad del muchacho, al que no se le comunicó la buena nueva de tu venida al mundo, a la que tenía derecho. Inocente, cargarías ese vacío… pero serías dueña de tu destino, aunque se te fuera plagando de equivocaciones y propósitos de enmienda. Los seres humanos somos así, Sandra, insistentemente débiles e insistentemente soñadores. Y por eso, merecemos todo el amor de los nuestros.
Podrías haber sobrellevado una existencia azarosa, ¿verdad Yomaira?, pero no por ello habrías dejado de ser una pieza esencial en el andamiaje de la Historia, que por tu ausencia se ha quedado mellada. Quizás tu madre habría entrado de manera ilegal a nuestro país, y por tener que pagar el precio de su pasaje se habría visto forzada a prostituirse. Sabes que estas cosas ocurren. Ella te confiaría que sucedió –su embarazo– una de las primeras ocasiones que acudió al parque, de noche, para ofrecerse, agarrotada por el miedo y vigilada por el indeseable con el que estaba obligada a compartir sus ganancias. Te diría que por aquel entonces le faltaba conocimiento y malicia, que tenía diecisiete años. Y te confesaría que nunca le contó la verdad a tu abuela, que en Guayaquil presumió ante sus amigas de que su hija viajera trabajaba en una peluquería y de que le había dado una nieta preciosa: tú, Yomaira.
Podrías ser fruto, Paco, de una madrugada en la que tus padres –que se habían conocido unas horas antes– bebieron más de la cuenta. Quizá se sumó un consumo eventual de drogas; suele haberlas en las fiestas patronales de los pueblos. Tu madre tardó en darse cuenta, pues era muy joven y aún no prestaba atención a los ciclos de su fertilidad. Él, como tantos, se lavó las manos y tus abuelos la forzaron a tomar la decisión que te privó –muy querido Paco– de bailar en las mismas fiestas, años después, de la mano de tu madre, de la que parecerías más hermano que hijo. Y te echa de menos. ¡Cuánto te echa de menos!... Sin haberte visto, sin saber con qué sexo te identificó el médico, sin haberte escuchado llorar por la violencia con la que rompieron tu santuario.
Podrías sufrir una vida perra, Elmer. ¿A quién se le ocurre traficar cocaína y éxtasis después de que la policía te diese un primer susto? Naciste donde naciste, por supuesto, y en las condiciones que naciste, que determinarían tu bogar… ¿Qué se puede esperar de un niño que apenas recibió amor? ¿Qué de una mujer que no pudo asumir una sola de sus maternidades porque no encontró quien la confortara, quien la acompañara, quien le brindara un cariño desinteresado? Pero en el talego, entre presos a los que es más seguro no mirarles a los ojos, a unos cuantos años de recibir la condicional, intuirías que tu vida, como la de cualquier otra persona, es sagrada, incluso en sus zonas más oscuras. Y si alguien te insinuara que mejor hubiese sido que no hubieras nacido, gritarías que cuando por las mañanas el sol entra de lleno por el ventanuco de tu celda, te vienen a la cabeza las caricias de una mujer junto a la que atisbaste un futuro honrado, la sensación liberadora que te embargó la única vez que te subiste a lomos de un caballo, la conmoción que te produjo un atardecer de julio sobre el páramo, la sorpresa ante el ronquido del mar, que te sonó a música, o el gozo de aquel paseo con los pies descalzos por una playa, a la que te llevó de excursión el correccional en el que pasaste algunos meses de tu adolescencia.
Laura, Alfonso Noel, Sandra, Yomaira, Paco y Elmer, no habéis recibido el nombre que os hubiera singularizado ante el resto de la humanidad, porque tuvisteis la desgracia de ser gestados en España, donde las leyes garantizan que se mata muy bien y el Estado corre con todos los gastos del crimen intrauterino. El Parlamento y el Senado, como Saturno, devora a los hijos de las mujeres más débiles, más asustadas, más solas, más golpeadas, también a las menores de edad, también a las disminuidas psíquicas, en vez de acogerlas, protegerlas, ayudarlas y acompañarlas en su difícil maternidad. Por eso me siento empujado a pediros, Laura, Alfonso Noel, Sandra, Yomaira, Paco, Elmer y los cientos de miles de niños que fuisteis, sois y seréis abortados bajo el amparo de nuestra aséptica democracia, que perdonéis nuestra ceguera, nuestra cobardía, nuestra indiferencia, el doloso silencio con el que miramos a otro lado.