Que Amazon venga a salvarnos

Me malicio de que aún nos quedan muchas experiencias por vivir, tan o más desagradables de las que vamos coleccionando desde hace tres años. Con la excusa de que el ser humano tiene muy mala memoria, primero nos acostumbramos a un gobierno cosido a base de retales tan viejos como el comunismo de salón, o tan peligrosos como el cainismo de los reyes de la pistola y el coche bomba. Después vinieron (qué largo se nos hace…) el coronavirus y sus olas, y de tan acostumbrados como estamos a las medidas de prevención, a veces nos sorprendemos en casa, viendo la tele, con la mascarilla puesta. Hace más de un mes despertó la guerra en un país del que apenas sabíamos nada, que ha paralizado el reloj del mundo, y hoy padecemos el desplome del estado del bienestar al ritmo de las fichas del dominó: la primera tira a la segunda, esta a la tercera…

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Pero nos quedan muchas experiencias por vivir, insisto: el riesgo de que se nos ponga difícil colmar los huecos de la despensa (esta vez no es la obsesión de acaparar papel de retrete, sino la constatación de haber sufrido la ausencia de los productos frescos) o llenar el depósito del coche (a pesar de la cacareada bonificación), así como la previsible ruina de la industria por el coste de la energía, lo que será el epicentro de la debacle. Agricultores, transportistas, autónomos, ganaderos de manso y de bravo, taxistas, cazadores, toreros… son la cabeza de ratón de lo que está por venir. Si de la locura a la que nos abocaba el confinamiento hay quien dice que nos salvó Amazon, que con puntualidad cartesiana hizo realidad nuestra costumbre de seguir consumiendo, no quiero ni pensar qué ocurriría si, a partir de mañana, al repartidor de la furgoneta del logo azul dejara de merecerle la pena hacer su ruta. 

Deberíamos girar la cabeza y mirar un poco más lejos. La mitad de los habitantes del planeta se bandea habitualmente en una situación calamitosa. En sus países (que, como Ucrania, también nos son desconocidos) hay carestía de productos, imposibilidad de pagar la energía y la gasolina y, no digamos, de trabajar a cambio de un salario de catorce pagas. Por si fuera poco, tampoco tienen el consuelo Amazon. 

Ojalá esta inestabilidad, que esperemos sea pasajera, nos ayude a entender que las seguridades de la vida siempre penden de un hilo. Unas veces llevan el nombre de un gobierno. Otras, el de una pandemia. O el de una guerra. O el de una crisis económica. Por eso se nos revela meridiana la locura, propia del Emperador desnudo, de haber perdido tantos años y tanto dinero en construir las ideologías líquidas que nos entierran en una situación de permanente abulia, con las que hemos vaciado la construcción interior necesaria para enfrentarnos a las dificultades. Quizás Willy Smith debería despertarnos con una caricia de las suyas.