A Javier Segurado, que no quería panegíricos
En España reconocemos sin rubor que enterramos muy bien. En cuanto abrimos el hoyo, todo son medallas para el muerto que vienen a borrar la charca en la que pretendimos hundirlo en vida. Por eso no me fío de los que llenan las horas con recuerdos del hombre o la mujer cuyo cuerpo está todavía caliente. Tampoco me gustan los atracones a cargo de una defunción estelar, ya se trate de un monarca o una vedette. Me siento lejos de la multitud que, sin haber tratado al fiambre, hace cola para despedirlo y declarar a los micrófonos: «se nos ha ido la gran dama de la canción», «forma parte de la banda sonora de nuestras vidas», «nos trajo la democracia», «he visto todas sus películas», «nos ha dejado un hueco irremplazable», «seguirá viviendo en el imaginario colectivo», «brillará allí donde esté » y otras memeces por el estilo.
Para morir nada mejor que la elegancia, es decir, la discreción, que solo es posible en aquellos que han sabido vivir. Es el caso de Javier Segurado, el mejor amigo de mi padre. Murió sin que apenas percibiéramos los signos de su enfermedad, sin hacer cosas raras (aun pudiendo, no aprovechó sus últimos meses para ir coleccionando una serie de experiencias pendientes, como si le faltaran los últimos cromos para completar su colección), dedicado a lo habitual: desvivirse por los suyos, desvivirse por aquellos que no conocía, rezar y trabajar.
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Javier podría haberse molestado en diseñar sus pompas fúnebres, en escribir la leyenda que perpetuara su recuerdo en la lápida mortuoria, en encargar una biografía y apartar una cantidad de sus ahorros para que le hicieran un retrato, un busto o una escultura a cuerpo entero. Cualquier homenaje se lo había ganado a pulso, pero su cabeza se ocupó de cosas más serias hasta su último instante: el bien de su familia y sus compromisos.
El primero de esos compromisos fue la amistad, que en su caso nada tuvo que ver con el compadreo. Sí con pasárselo bien, pues la diversión y la risa son el cemento con que se fragua. Nos enseñó que la misión de los amigos consiste en caminar juntos por los avatares de la vida, también cuando hay que cruzar tramos oscuros, especialmente el fracaso, la enfermedad y la muerte.
Cuando mis padres conocieron a Javier y a Marisa, su mujer, todos ellos eran jóvenes. Segurado, además, rubio, alto, guapo, de intensos ojos azules, deportista y triunfador en sus relaciones sociales y laborales. Mi padre, a su vez, no fue especialmente alto ni físicamente atractivo, tampoco deportista, y aunque tuvo éxito en sus relaciones sociales (era un hombre muy divertido), no alcanzó la fortuna en sus negocios. A pesar de todo, presumían de ser amigos, sobre todo a partir del fallecimiento en un accidente de carretera del mayor de los hijos de Javier y Marisa, un niño. Aquel dolor compartido fraguó un cariño sin condiciones.
Mi padre murió a los cuarenta y ocho años. A ojos de cualquiera, ha pasado demasiado tiempo para que aquella hermandad se mantuviese incólume. Javier Segurado, sin embargo, nos vino a demostrar que la amistad carece de barreras espaciales y temporales. Él y Marisa se pusieron al servicio de nuestra madre y de nosotros, que como vinimos al mundo tan seguidos (para aquellas generaciones, libres del venenoso Estado del bienestar, la prole no era un estorbo sino una responsabilidad alegremente asumida), éramos una colección de adolescentes sin oficio ni beneficio. Los Segurado nos acompañaron antes, entonces y cuando echamos a volar, también cuando cada cual formó su propia familia. Como si nuestro padre le hubiese encargado tal cometido, Javier se desvivió hasta que logramos salir adelante.
El corazón de las personas generosas se expande al aceptar nuevos retos. En su caso, no cabrían en un solo artículo. Sé que no le gustaría leer un panegírico, pero me siento obligado a reconocer el entusiasmo con el que regaló su tiempo, muchas veces su dinero y otras tantas su paciencia, a las más diversas labores sociales sin pedir nada a cambio. Sin espectáculo, se preocupó de mejorar la vida de cientos, de miles de personas en muchos rincones del mundo. Se sabía un hombre regalado por la vida, y quiso compartir y multiplicar ese regalo entre quienes no habían sido tan afortunados.
El más ocurrente de mis hermanos ha descrito su llegada al Cielo, en una crónica a la que ha puesto la firma de nuestro padre: <<No sabéis la ovación cerrada que le dimos, todos en pie sin parar de aplaudir. ¡Qué festival de alegría! (…) Y menudo abrazo nos dimos. «Ya estabas tardando», le dije, «que llevo casi cuarenta años esperándote. Estaba muy contento aquí, sí, pero con ganas de que vinieras para así darnos una vuelta, que desde que llegué me tienen a pan y agua» (…) Esa noche le dejé descansar, pero ayer tu madre y yo nos lo llevamos a comer a una tasca que se llama “Galimatías” y que le encantó. Nos contó de todo y de todos, y nos tomamos varios whiskies. ¡Está tan feliz!… Igual que nosotros por tenerlo aquí, ya para siempre (…) Lo mejor es que el tío Javier les ha caído muy bien a los patrones, porque les ha propuesto ayudarles a organizar mejor el Cielo, pues aquí usan el mismo sistema desde hace más de dos mil años, y se tienen que espabilar. Le he advertido que va a encontrarse con trabajo para dar y regalar, pero él está dispuesto a echárselo a la espalda, como siempre (…) Si la vida eterna es pasarla en su compañía, hijo mío, te reconozco que llegar aquí merece la pena».