Woman Essentia: El ruiseñor que no muere
Atticus Finch es uno de los personajes más inspiradores de la literatura universal. Y no solo por la calidad de la única novela reconocida por la propia autora, Harper Lee, ni por la estupenda adaptación al cine, en la que Gregory Peck convierte al personaje de papel en un referente, contribuyendo a que una película en blanco y negro cumpla todos los requisitos para no envejecer. Atticus Finch es inspirador porque contiene todas las virtudes del padre soñado, a pesar de que a lo largo de las páginas de la novela no haga una sola mención a su mujer fallecida, lo que no es atribuible al abogado del pequeño pueblo de Alabama sino a los recuerdos de la protagonista, su hija, que no guarda memoria de su madre.
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Por tanto, Atticus es padre viudo entre los padres viudos. Me lo imagino deudor de su esposa: en el libro aparece muchas veces retirado en su despacho, sin compañía. Se me antoja que entonces se enfrentaba a su ausencia, a la dificultad de sobrellevar el peso de la familia sin la ayuda de las manos de una madre. Porque manos femeninas sí las tuvo, dos, las de Calpurnia, una cocinera de color en aquel Sur racista de campos de algodón y blancos puritanos, un Sur desconocedor de la riqueza que da la combinación de razas, de sangres, como demostraron los españoles que se asentaron en el vergel de América, hasta el punto de generar un nuevo tipo de hombre, mestizo, en el que se unen las culturas milenarias de ambos extremos del océano.
Pero no quiero distraerme con los odios motivados por el color de la piel, con el desprecio al afroamericano. Hablaba de Atticus, el gran Atticus Finch, espejo al que se han enfrentado y se enfrentan tantos hombres que comprenden la necesidad de prender en el mundo luces de justicia. ¿Que cómo es Atticus? Por lo pronto, un excelente profesional que basa su prestigio en la rectitud del ejercicio de la abogacía. Queda demostrado que no acepta componendas, justificaciones con las que desvirtuar su honradez. Poco le importa que su carrera tenga más o menos recorrido, pues su única ambición reside en defender a sus clientes, especialmente cuando estos tienen todos los elementos para que se les considere inocentes.
Con Atticus Finch podemos llegar hasta el final de la Tierra: no conoce la doblez, no busca el éxito, comprende la debilidad del corazón humano y defiende aquello que considera justo sin emplear nunca la violencia, ni siquiera dialéctica. Por eso, si le invitaran a participar en cualquiera de los múltiples debates que siembran hoy las parrillas de la radio y la televisión, se sentiría como un pulpo en un garaje.
Atticus desprecia el pensamiento débil, lo políticamente correcto, la mentira aceptada por la mayoría, la demócrata falacia. Sabe que la verdad no es cuestión de mayorías, sabe que la justicia humana no tiene la última palabra, pero no le asusta la miseria intelectual de sus vecinos. El mundo es como es, piensa, el hombre es como es, razona, pero yo soy quien soy: un enamorado de la verdad. Su vivir está comprometido, pase lo que le pase, sufra lo que sufra. Esta autenticidad es la que se revela prodigiosa a ojos del lector desde hace casi sesenta años, quizá porque solo las personas como él son capaces de conciliar a la humanidad, sin que importe la humildad del rincón en el que viven, la aparente poquedad de su oficio, la falta de brillo de su fama frente a quienes aprovechan el grito, el aspaviento, el dinero, los medios de comunicación, la apariencia, el lenguaje, la ciencia e, incluso, las Leyes para imponer un tipo de vida devastador.
Para sus hijos —Jean Louise y Jem— Atticus es un héroe, que es lo que deberíamos ser todos los padres. Héroe sin pretenderlo, admirable a sus ojos de niños porque no le tiene miedo a la vida, porque no da nunca su brazo a torcer a la estulticia. Además, Atticus (al que nunca llaman padre ni papá) respeta su libertad, de tal modo que no sufren la sobreprotección abusiva. Es el modo de educar en la responsabilidad, de que asuman el bien y el mal de cada una de sus acciones, sin comprar su voluntad con caprichos, sin esconderlos entre algodones, sin impedirles reconocer la luz y la oscuridad en sus semejantes.