Wodehouse y la cultura de la desgana

Estoy convencido de que cada uno de los lectores de este artículo puede afirmar, con modestia (pero con rotundidad), que no le ha sido fácil llegar allí donde se encuentra. Los logros familiares, laborales, intelectuales, deportivos… que jalonan su vida hasta el día de hoy, no le han caído del cielo. Es decir, no han sido una sorpresa sino el fruto de muchos esfuerzos, algunos pequeños y otros grandes, muy grandes. 

Un buen ejemplo es la práctica del golf, de la que Wodehouse escribió divertidísimos relatos en los que dejó reflejada la frustración de un entretenimiento de lo más traicionero, pues en el manejo de los palos uno da dos pasos adelante y tres para atrás, viéndose obligado a reconocer que la soberbia es enemiga del misterio de colar la pelotita blanca en su agujero. Con el matrimonio sucede algo similar, pues mantener aquello que uno juró cumplir, requiere de generosidad, capacidad de pedir perdón y de otorgarlo, de actualizar el propósito del contigo pan y cebolla, que es tanto como bajar la cabeza cuando corresponda, cerrar los ojos, tender la mano y dejarse conducir. Hay relatos de Wodehouse que caricaturizan el heroísmo de amar contra viento y marea, que si bien es un arte que se sostiene mediante teclas muy complejas (de puro sencillas que son), parte de la inconsciencia de quien está convencido de saber qué es el amor. Con el paso de los años, si los esposos están dispuestos, descubren que colorear la monotonía es mucho más romántico que navegar en góndola por los canales malolientes de Venecia, bajo el canto de un tipo disfrazado de remero que acababa de llenarse la cartera con la candidez de los tortolitos.

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Si he hablado del golf y del matrimonio, realidades en las que no termino de encontrar una afinidad (nada más peligroso que una esposa armada con una madera 5, después de que el marido haya perdido dos, seis, doce pelotas en un mismo partido), puedo hacerlo también del trabajo. Eso que llamamos suerte puede jugar alguna baza, sobre todo al comienzo de la carrera laboral. Incluso hay personas que parecen tocadas por la varita caprichosa de la magia, que siempre les sonríe la fortuna. Pero basta una conversación cercana para verificar que no es oro todo lo que reluce. Quizás ciertas carambolas los han colocado en los mejores puestos de salida, pero ha sido el esfuerzo, solo el esfuerzo –tantas veces amargo– el que les ha permitido dar pasos adelante, más si cabe cuando han tenido que sortear una crisis, una ruina que les ha exigido volver a empezar, reto supremo para los triunfadores.

Me gustan los hombres y mujeres hechos a sí mismos, los que salieron de la nada, aquellos que comenzaron repartiendo cajas de cerveza y hoy son propietarios de una cadena de distribuidoras de bebidas. Tienen aura literaria, como los indianos que se marcharon en alpargatas y con una maleta de cartón para, años después, regresar para compartir el maná de su riqueza con sus paisanos. Su generosidad (fruto de sus triunfos al otro lado del océano) quedó rubricada en escuelas y talleres, en estaciones de ferrocarril y parques en los que crecieron las palmeras que se trajeron del Nuevo Mundo. 

También me gustan aquellos que disfrutaron de un colchón mullido y que, movidos por el ejemplo de sus mayores –que les transmitieron la responsabilidad que compete a quien pertenece a la zona más acomodada de la sociedad –se empeñan en formarse en los mejores lugares y por los mejores maestros. Otros desaparecen durante años de estudio, para aprobar una oposición, y los más arriesgan sus avales en negocios honrados con los que se convierten en creadores de empleo. Entremedias aprenden idiomas, se especializan en tal o cual materia, alimentan el afán por instruirse, sabedores de que el mundo apenas regala nada.

El esfuerzo es la única receta para los que quieren jugar al golf con cierta pericia, para los que desean que su amor no se marchite, para los emprendedores que pretenden aumentar su fortuna (mucha o poca) al tiempo que aumentan la de los demás y, a través de sus impuestos, la del Estado. Sin embargo, los administradores de lo público han inoculado en buena parte de la juventud el veneno de la desidia, con el que les hacen creer que el sacrificio es incompatible con el estado del bienestar, al que los han esclavizado. La subvención, la dádiva, el ocultamiento de la realidad amansa los anhelos de libertad. Defendemos una sanidad gratuita, una escuela gratuita, una universidad también gratuita, siempre y cuando todos contribuyamos a sostenerlas, lo que no es posible si llueven los subsidios a quienes están en edad de trabajar pero prefieren dedicar las jornadas a jugar a la playstation y a cambiar de teléfono móvil a cuenta del contribuyente.

Es una lástima que Wodehouse no viva. Un dolor que no pueda pasar largas temporadas en España. Hubiese descrito con genialidad la molicie de buena parte de las nuevas generaciones, vagos modelados al interés de los partidos que nos gobiernan, para quienes su fracaso escolar, su paro endémico, su dependencia, su nula preparación y su abulia garantizan el enquistamiento de las corruptelas.