Un escritor en crisis
Acabo de publicar una nueva novela. Para ser sincero, no es que el título sea nuevo, pues “La sombra del cóndor” salió a las librerías hace años con otra editorial. Pero lo he reescrito, de modo que –considero– su nueva redacción ha ganado con la calidad estilística que me haya podido regalar el tiempo. Además, reescribir un libro no es moco de pavo, al menos en mi caso, que trabajo los párrafos una y otra vez en busca de errores y de maneras más sencillas de expresar un mundo de ideas, descripciones, diálogos y acciones, en un empeño personal por simplificar las imágenes literarias. Es lo que los manuales llaman búsqueda de estilo, verbigracia, lo que define a cada gran autor, eso que llaman aire, mi aire de literario, aunque suene pretencioso, y es que soy incapaz de definirlo porque creo no haberlo encontrado. Y lo que es peor, pienso que nunca lo encontraré, como si con aquella primera novela –“Desde un tren africano”– que vio la luz apenas acabé el colegio, navegara por un océano cuyos puntos cardinales se pierden en el horizonte, sin mostrarme un atisbo de tierra.
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Pocos saben cómo es el proceso de elaboración de una novela, cómo se construye, cómo se superan los deseos repentinos de tomar el ordenador, cerrarlo (escribo siempre en un portátil), abrir la ventana y lanzarlo a la calle, asumiendo el riesgo de pegarle en la crisma a al repartidor de Amazon. Escribir literatura lo exige todo: todo el tiempo, toda la respiración, todas las experiencias, todo el vocabulario que uno haya sido capaz de atrapar aquí y allá, como si las palabras fuesen mariposas de vuelo ágil, nacidas para escaparse de la red de un hombre de poca memoria, como yo. Escribir una novela, desde la perspectiva de su punto final, es una irresponsabilidad. Nos pone en peligro de sucumbir bajo el peso de su esqueleto, de perder la lógica en la que debe apoyar su argumento y cada una de sus tramas para que no aplaste al lector con sus imposturas, con la rigidez de sus diálogos, con su falta de verosimilitud, con la repetición de ideas, con la torpeza del narrador para esconder sus intereses, rompiendo el disfraz de neutralidad que se le supone desde la primera página. Es una irresponsabilidad porque nos obliga a consagrar los días a un único proyecto, porque uno no solo escribe cuando pulsa las teclas con frenesí, ni cuando se golpea la frente para mover la fluidez que se ha quedado atascada en los tubos del cansancio, del dolor de cabeza o del ánimo, ni cuando se dedica a otra actividad para poder alimentar a los suyos y para no abandonar su ligamen con el mundo (la familia, los amigos y eso que llaman relaciones sociales). Escribo despierto. Escribo dormido. Escribo vivo y a veces creo escribir desde mi propia muerte.
Cuando doy por terminada una novela (es decir, cuando doy por finalizado no solo el proceso de redacción, sino perfil infinito de las correcciones, a sabiendas de que, a pesar de haber revisado el texto del derecho y del revés, de arriba abajo, del final al principio, alguien hallará un error de concordancia, una errata, una falta de ortografía, un nombre intercambiado, una palabra mal escrita…), pocos saben que ese momento que debería ser de celebración ante el trabajo acabado, es el paso a una etapa de decepción, de crisis, de miedos, de aridez. Tras haberme abandonado a la construcción de los quehaceres de unos personajes en un paisaje concreto y sometido a un periodo temporal, en mi interior no queda nada, no debería de haber nada, venas secas por las que no corre la tinta, escupida hasta sus posos sobre la blancura de la pantalla. Entonces me cercan una y mil preguntas que hacen temblar mi seguridad, pero no a causa de lo que opinarán los lectores del nuevo libro, ni de lo que dictaminará la crítica, ni de los pocos o muchos ejemplares que se vendan, de si habrá o no nuevas ediciones, de si me mirarán con compasión –<<pobrecito, su carrera está acabada>>– o con fervor, que a la postre es lo mismo porque los lectores pasan y los ejemplares terminan durmiendo el sueño de los justos en el interior de una caja oculta en un desván, criando polvo en la estantería más alta de una biblioteca, vendidos al peso para hacer con ellos pasta de papel o a precio de saldo, en cualquier puesto de ropavejero.
Mi miedo tiene otro motivo, más desconcertante: el de creer que no tengo nada más que contar, que me he vaciado, que de rascar tanto el pincel solo me queda el mango. Sé que mi oficio es escribir, narrar, inventar, ilusionar, vivir del cuento, de una mentira que busca parecer cierta. Pero, ¿qué otras líneas podrían llenarse de cierto sentido cuando sé que lo he dicho todo? ¿Me equivoqué de oficio? ¿Debí atender los consejos de aquellos que, ante aquella primera novela cuya contraportada mostraba el rostro de un adolescente convencido de que por el cielo galopaban unicornios, me advirtieron que esto puede ser un entretenimiento, un complemento (horrible vocablo), pero no un oficio ni un modo de existir? El miedo tiene que ver con la aridez de un desierto donde nunca llueve, con la urgencia de encontrar algo de alguien con lo que pueda montar un quién, un por qué, un cuándo, un cómo mediante palabras enhebradas. Y de pronto, como si los ángeles se arrepintieran de hacerme sufrir, aparece un hilo del que empiezo a tirar. Y entonces, pienso que soy el hombre más afortunado del mundo.