Sé el primero en dejar un comentario

Cada vez que leo los comentarios que siguen a las noticias de los periódicos digitales, me cubre una nube de tristeza. Sobre todo cuando dichas noticias hablan de personas que sufren o han sufrido, de los desprotegidos a quienes afectan algunas medidas políticas, de hombres y mujeres de bien, de gente a la que les ha tocado soportar una popularidad no buscada o de gente que se ve obligada –por el cariz de su trabajo– a sostener esa popularidad (actores, cantantes, deportistas, políticos, artistas…). Para muchos de los comentaristas anónimos, escondidos detrás de un nombre de guerra, de un apodo muchas veces faltón, la bondad no debe presuponerse. Es decir, hay que considerar que el prójimo que retratan los medios es, sí o sí, culpable, mendaz, ladrón, aprovechado, injusto, merecedor de todos los males habidos y por haber. 

Al periodismo moderno, encadenado a la inmediatez de internet, se ha pegado una película viscosa, la de los referidos comentaristas que personifican en los personajes citados una caterva de epítetos ponzoñosos. Hay excepciones, claro, porque todavía quedan incautos que juzgan como bueno ensalzar lo que los otros destruyen, convertir los malos deseos en piropos o en sentencias ecuánimes que separen el oro de la paja. ¿Merece la pena emplear el tiempo en combatir a los orcos que han tomado las redes? Creo que no, pues no hay en estos pretensión de empatizar con el contrario, deseo de diálogo, búsqueda de alguna oportunidad para enmendar el daño cometido. De hecho, ese ejército de odiadores funciona como una máquina de guerra, cuya estrategia está dirigida por aquellos a los que beneficia que nuestro país esté en una continua tensión, dividido, enfrentado, con las lanzas en alto a la espera de que llegue el chispazo que hará saltar la convivencia por los aires.

https://www.womanessentia.com/punto-de-vista/opinamos/se-el-primero-en-dejar-un-comentario/

El pasado verano me crucé en la playa con unos jóvenes recién casados que, por sus circunstancias familiares, viven asediados por ciertos medios de comunicación. Su boda ilustró las revistas del ramo, y los programas de televisión dedicados a hurgar en las entretelas de la intimidad hicieron del enlace, por unos días, palangana para su vomitona. Los nuevos esposos son discretos, no conceden entrevistas, no presumen de nada, pero sus hombros están obligados a soportar la fama heredada de sus mayores que –misteriosas razones las de la vanidad– se aprovecharon de las portadas y los minutos de oro en televisión para hacer de sus vivencias el almacén de un chamarilero, en el que no hay pieza que no esté herrumbrosa y sobada. Ajenos a toda culpa, el contigo pan y cebolla les ha costado el sentimiento de vivir en el interior de un escaparate, para solaz de toda clase de mirones. 

Aquel atardecer de agosto, paseaban de retirada, él con la toalla plegada al cuello, ella con una cesta. Iban por la orilla, sus pies hundidos en la arena mojada, entretenidos en una conversación. Había bañistas que se volvían, sorprendidos al reconocerlos, otros que no caían en la identidad de aquel par de enamorados, que avanzaban procurando no percibir el runrún que siempre crece a su alrededor y que no entienden, porque no son instagramers ni quieren sacarle rédito a su inicuo renombre. 

No tardó la edición digital de una cabecera del corazón en publicar las fotografías de la pareja. Por lo visto, el fotógrafo de la casa disparó, oculto en un altozano, sin que hubiese tenido el gesto de pedirles permiso a los protagonistas. El argumento que justificaba la universalidad de dichas instantáneas no se sostenía: menganito paseaba por la orilla de la playa con menganita, al tiempo que esta charlaba alegremente con él. Nada que pudiera interesar al mundo; nada que supusiera unos hechos comprometidos que exigiesen una pronta información. Acompañaban a las imágenes unos insulsos pies de foto, así como la oportunidad de que los usuarios del magacín dejaran sus comentarios, que en ningún caso iban a ser visados por los responsables de la cabecera.

No puedo ni quiero reproducir el rosario de insultos, burlas y miserias, las frases de doble sentido, los chistes sin gracia y la moralina chulesca de los comentaristas, que supuraban una mezcla apestosa de ira, envidia y venganza. En ellos se retrataba la calidad ética de sus escribientes, que son lo peor de cada casa, gente de mal agazapada en la trinchera de la inmunidad. 

Me duele que la Ley no actúe contra los terroristas de las redes, que además de guillotinar a los recién casados se alegran por la muerte de un torero, la violación de una niña, el suicidio de un adolescente, por los ahogados de una patera. Ansiosos ante la oportunidad que les brindan los medios de inmortalizar sus exabruptos, buscan rizar el rizo, mezclar lo divino y lo humano para que lo divino se convierta en blasfemia y lo humano en lupanar. 

A Internet lo carga el diablo por la propia naturaleza del invento. Por eso precisa de determinados límites, de algunas barreras que impidan el libertinaje de los exhibicionistas de la gabardina con arroba que berrean por el reconocimiento de su alias, ganado con el tiroteo de sus injurias. No debe permitirse el “Sé el primero en comentar la noticia” con el que se abre el vertedero, con el que comienza la bacanal en la que se vuelve a asesinar a los muertos, a destripar a los indefensos, mientras el legislador observa cruzado de brazos.