Ropa heredada

Tengo un imán para vestir de prestado. No es que mi armario esté repleto de ropa ajena, pero entre las camisas, los pantalones y las chaquetas reconozco algunas prendas que me legaron sus dueños. Las he ido aceptando a fuerza de costumbre, pues de niño aprendí a sacarle partido a lo que otros retiraban porque habían crecido de más o lo consideraban pasado de moda.

Lo primero que me embutían era la ropa que a mis hermanos se les había quedado pequeña. Soy el cuarto de una familia de cinco rematada por una única hermana. Así es fácil comprender por qué tuve un chaleco del mismo color durante seis años seguidos, que en realidad fueron tres, cada ejemplar más gastado que el anterior, claro, pero no por mí sino por los hermanos que los habían aprovechado sucesivamente. Como en aquella época era habitual que los hijos fuésemos vestidos iguales, me pasé un par de lustros con unos pantalones granates y unos jerséis de pico a juego como si fuesen mi único atuendo

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Una vez al año nos encontrábamos unas maletas en la habitación. No eran nuestras sino de unos tíos que tenían una prole de doce renuevos, la mitad de ellos varones. Por tanto, aquel equipaje no anunciaba una excursión sino un tropel de ropa heredada. En su interior había camisas, pantalones, jerséis, chaquetas, abrigos y zapatos. Gracias al Cielo, nunca se vieron tentados a traspasarnos la ropa interior.

Es bien sabido que, llegado el momento del reparto, uno debe atenerse a la jerarquía de quien gobierna la manada; nuestra madre, sirviéndose de un tira y afloja a base de sonrisas y pescozones, disponía los turnos. El mayor de los cinco era el primero en elegir. Después iba el segundo, inmediatamente el tercero y, por último, un servidor, al que solo quedaban las migas, los despojos, aquello que los demás habían relegado por chico o por feo.

En alguna ocasión me sentí una persona anclada en el pasado, pues me ataviaba con ropa que hacía años había dejado de verse por la calle. Para darme ánimos, el mayor de la troupe, que siempre ha cultivado cierto dandismo, me alababa aquellas vestimentas que traían un sabor antiguo.

Pero de entre todas las historietas cosidas a la ropa heredada, ninguna como la que protagonizó una americana que fue de mi suegro, cortada a medida en un sastre de postín y que me puse para acudir, bien elegante, al funeral de un conocido. Como soy de naturaleza impuntual, llegué con la misa empezada, con tan mala suerte que en la antesala del templo confundí la puerta y entré a la nave de la iglesia por el altar. Allegados, familiares, amigos y público en general clavaron sus ojos en mí. Con los bancos a reventar y azarado por tamaña circunstancia, respiré en cuanto me abrí un hueco junto a una columna.

Mediada la homilía, me abracé los codos y percibí –¡oh, no!– que uno de mis dedos se colaba por un agujero. Con un golpe de sangre, tanteé las mangas con la vista al frente. Y sí, la chaqueta estaba carcomida. Tenía orificios grandes y pequeños en las mangas, los hombros, el espaldar y el faldón. La maldita americana había sido pasto de las polillas antes de ser mía.

A partir de ese instante, el funeral se convirtió en una pesadilla, pues concentré el pensamiento en el modo de abandonarlo sin volver a llamar la atención. No quería ser la comidilla de los fieles, la anécdota a la que se recurre al hacer memoria de ciertas personas. Pero no encontré oportunidad de largarme hasta que el sacerdote incoó el responso final. Entonces puse pies en polvorosa sin dar el pésame. En la calle me arranqué aquella prenda que se deshacía en virutas y la abandoné en una papelera, al tiempo que le enviaba un dulce recuerdo a mi suegro

Sigo acogiendo de buen talante los ropajes de los que alguien decide prescindir. Antes, claro está, radiografío el paño por si debo donarlo al camión de la basura