Reflexión de un mal paciente
Me siento a escribir mi artículo de junio para Woman Essentia entre picos de fiebre. Sé que tengo el tiempo tasado: lo que duren los efectos del paracetamol o del ibuprofeno, que ahora mismo no sé qué apellido tenía la última píldora que ingerí. Así están las cosas: se van acumulando los días en los que el covid se ha asentado en mis pulmones (no soy médico, pero supongo que es el aparato respiratorio desde donde dirige su puñetera guerrilla), y para dolor de mi orgullo voy sumando capitulaciones ante el enemigo microscópico, que me retuerce el puño hasta obligarme a una serie de comportamientos ajenos a mi vida habitual. Mi mujer da fe de ello: «En veinticinco años de casados, es la segunda o la tercera vez que tienes décimas». Décimas que se pasan de la ralla, que fluctúan, que juegan durante unas horas al escondite para, de pronto: «¡Buh!», reaparecer con una cadena de latiguillos internos, como si el problema del cambio climático con el que nos abruman las instituciones públicas no residiera en los polos ni en el cielo, sino en el tuétano de los huesos, que de pronto parece congelarse, provocando un efecto incompatible con la naturaleza de las cosas: a la vez que me hace castañetear los dientes rompo a sudar, pero un sudor ajeno también a todo lo que consideramos obvio, porque es espeso, casi gelatinoso, una porquería que traspasa el pijama, las sábanas, el edredón y hasta el colchón.
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Esta ola del covid se lo está pasando bomba conmigo. Quizás se trate de una venganza cuidadosamente pergeñada, en respuesta al plácido estado asintomático en el que pasé sus anteriores embates. Esta vez el enano de Wuhan se ha traído consigo el maletín con sus instrumentos de tortura, en los que –gracias a Dios y a la pericia de los virólogos– se han encasquillado aquellos que mataban con precisión. Por eso puedo sentarme a escribir este artículo, incluso con el termómetro al rojo vivo, sin dejar de ser consciente de que tiene su punto de frivolidad si lo proyecto a lo que sufrimos a lo largo de aquellos meses oscuros: la ausencia de tantas personas que quisimos tanto y esas otras –¡tantísimas!– anónimas que no tuvieron una mirada, unas palabras amables, unas manos que las sostuvieran, una compañía en el trance definitivo.
Es lo que tiene escribir bajo la confusión de la fiebre: no puedes estar seguro de lo apropiado o inapropiado de estos párrafos. Hay instantes (acaba de ocurrirme) en los que me llega una corriente eléctrica que me hace dudar si estoy o no estoy sentado ante el ordenador, si estos minutos no son parte de la pesadilla ininterrumpida en la que ando varado desde hace seis días, como cuando de madrugada, de pronto, abro los ojos asustado por haber escuchado mi propia voz que dialogaba con el sueño, o con el virus o con qué se yo. ¿Dónde estoy? Incluso, ¿quién soy? La respuesta llega en apenas unos instantes y trato de acompasar la respiración acelerada.
Apenas observamos la enfermedad, la debilidad física que tira por el suelo nuestras certezas. Es una idea que se me presenta con recurrencia a lo largo de estos días en los que he aprendido a descifrar el mapa del techo de mi dormitorio. Supongo que en cuestión de horas abandonaré esta fascinación por los estados limitadores de la eficacia humana, y volveré a mis cosas sin más filosofías de colchón. Sin embargo, el virus me da pie, entre ibuprofeno y paracetamol (tengo que investigar qué me corresponde en la siguiente toma), a valorar al ser humano en cada uno de nuestros capítulos, también en aquellos en los que nos convertimos en tristes fantasmas de pijama y zapatillas, sin gravedad ni méritos, sin nada de lo que presumir, atados a la sentencia continuada de un termómetro que se está quedando sin pilas, sometidos en nuestra seguridad de ceniza al capricho de un asqueroso microorganismo que, por ahora, me está ganando todas las bazas de la partida.