Pilates en las escaleras

Las escaleras de mi casa saben bien de mi torpeza. Entre sus peldaños me he caído una y otra vez. Calculo mal el paso, se me resbala la suela de los zapatos en el filo del escalón, pierdo el equilibrio y me desfondo, unas veces sin daños colaterales y otras con libros, papeles, ropa recién planchada y hasta platos y bandejas que vuelan por los aires, golpeando y manchando las paredes. Una de mis abuelas resumía esta falta de destreza, mi descoordinación motora, con un apodo con el que nunca me sentí halagado: <<Manos de orangután>>. Menos mal que otras veces lo compensaba llamándome <<guapo>>, que es el modo corriente que usan las abuelas con sus nietos, sobre todo cuando les piden un favor: <<Guapo, ¿me traes las gafas de leer? Creo que me las he dejado en el comedor>>. 

No sé quién ni cuándo inventó los ejercicios que en los años de guardería y en los de educación infantil evalúan la habilidad física en los niños. Quizá no existían cuando pasé por esa fase de mi currículum. Quizá el tiempo gastado en aquellas aulas que olían a una mixtura de puré y caca no lo empleé en hacer volteretas (que, lo confieso por primera vez, colorado por la vergüenza, nunca conseguí realizar sin caer de costado) ni en caminar como los cangrejos. 

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Mis hijos sí. En las calificaciones había un apartado que evaluaba su coordinación de movimientos. Todos han salido a su madre, capaz de hacer giros con una mano mientras sube y baja la otra, algo que para mí es tan imposible de ejecutar como una derivada matemática. La más pequeña no salió tan agraciada en eso del mecanismo corporal. En una exhibición de gimnasia que organizó su colegio, le correspondió participar en el número final: una carrera entre representantes de cada clase, mediante las dichosas volteretas. La pobre comenzó en su calle y terminó en la calle. Es decir, en vez de avanzar hacia adelante lo hizo de lado, y claro, después de seis, ocho, diez cabriolas, al tratar de incorporarse descubrió que del gimnasio había pasado a un campo de baloncesto.  

Supongo que el deporte viene en los genes. Hay quien nace dando patadas al aire, como gritándole al mundo que le urge aprender a correr para empezar, cuanto antes, a jugar al fútbol. Otros no se conforman con el balón; al entrarles un berrinche aprietan los puños, baten los brazos, brincan en la cuna y presionan el colchón con los piececitos, dando a entender que serán unos ases en el boxeo y con la raqueta, en el atletismo y con los esquíes. Después estamos los que vinimos al mundo sin esos genes y al romper a llorar provocábamos en el espectador un <<pero mira que ha salido feo>>, cargado de conmiseración.

Prometo que a lo largo de la vida he tratado de desengañarme. En el colegio formé parte del equipo de salto de pértiga, a cuyas competiciones nunca fui convocado. De hecho, mientras en los entrenamientos unos volaban sobre un flexible palo de fibra, a mí me entregaban una barra hueca y dura que no tardó en quebrarse. Más tarde, en la Universidad, lo intenté con el squash, violento ejercicio que parece haber pasado a mejor vida, en el que no tardé en entregar la cuchara al comprender que no encuentro motivación alguna en la lucha por ganar un punto. Además, de un revés mal dado rompí la herramienta de juego contra la pared del frontón, lo que mi madre aprovechó para dejarme claro que no iba comprarme una nueva.

Una vez casado, le prometí a mi mujer que si me dejaba traer un perro a casa saldría a correr con él por las noches. En dos días le reconocí, decepcionado, que no soy hombre de palabra. El perro creció, engordó y murió de viejo muchos años después, mientras su dueño, feliz, se entregaba a la vida muelle de escribir, pintar y tallar, ejercicios para el alma que, al fin y al cabo, es el otro elemento del que estamos compuestos, a la que –ante la obsesión por la vida saludable– solemos tener arrinconada. 

Una vez cruzado el Rubicón de los cincuenta, mi mujer se ha aliado con mi suegra (o mi suegra con mi mujer; no lo sé con certeza) para obligarme a reconocer (insisto en el verbo elegido: “obligar”) que llegada una edad es fundamental mantenerse en forma. Y como ellas saben que por mí mismo no haré jamás el esfuerzo de salir a correr, saltar, patinar… me han apuntado a clases de pilates. Pero lo que yo imaginaba una cómoda gimnasia pasiva, en la que el monitor se encarga de estirarte los músculos mientras reposas en una camilla, es el mismísimo invento del diablo. Con un juego cuasi infinito de poleas, manivelas pesas, cuerdas, balones, cintas, tablas, antideslizantes y mil artilugios más, una vez a la semana me someten a una carnicería que me deja para los restos. 

Lo resumió a la perfección una de mis sobrinas cuando me vio regresar de pilates, disfrazado con un ridículo chándal azulón: <<Tío Miguel, pareces un viejito de residencia>>. Aun no sé si se refería al daño físico que me está haciendo la gimnasia o al aspecto que tengo cada vez que me pongo esas trazas, parecidas a las de los ancianos a quienes visten con ropa holgada para que resulte más fácil la ingrata tarea de asearlos. 

Pero lo peor es que, después de meses aplastado por el pilates, sigo tropezándome por las escaleras.