Papanatas paritarios
No me gusta el feminismo, ni el de antes ni el de ahora; ni el académico ni el populachero; ni el teórico ni el lúdico-festivo. No creo en el feminismo planteado como una reivindicación teórica y política, como una lucha contra el varón, como un brazo del pensamiento de izquierdas o de derechas, como una rueda de molino con la que hay que comulgar porque es lo que se dicta en los salones del vano protocolo. Y poco me importa que sus representantes me tachen o me borren de donde se les ocurra, que me descalifiquen, porque no estoy dispuesto a lavar la cara a una ideología que deshumaniza a la mujer, que la hace perder su naturaleza, el sentido y la misión aparejada a su sexo, si es que se pudiera hablar de sentidos (de naturaleza sí se puede) y misiones a la mitad de la humanidad, lo que es una intromisión indeseable, quizás porque no creo en las masas, en las corrientes que se mueven a beneficio de parte (parte que forman y dirigen unos pocos) y sí en el individuo, en la persona, en ti y en mí, seas hombre o mujer y hagas con tu vida aquello que creas oportuno, me sienta más o menos identificado con ello. Al individuo, al tú, se le puede hablar, mirar a los ojos, saludar con un apretón de manos, con un abrazo. Frente a una persona se puede conversar, discutir, disentir… no así con la gleba que camina por la línea amarilla de las doctrinas y que lo fía todo a un portavoz.
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No me gusta el feminismo, insisto, pero sí, y mucho, el empeño por conseguir y mantener la lógica igualdad en derechos y responsabilidades entre el hombre y la mujer, faltaría más, sobre el que no cabe disenso. Y defiendo a machamartillo todos y cada uno de los rasgos exclusivamente femeninos, que son corporales, de desarrollo cognitivo y de conducta, y no producto –como postulan las feministas– de imposiciones culturales.
Dicho lo dicho, se entenderá que me rebele ante la obstinación de los poderes públicos, académicos y económicos por hacer de la paridad en los órganos de decisión, una coacción que maltrata la libertad y arrasa principios básicos como la meritocracia, es decir, la recompensa al esfuerzo y a los talentos personales. La paridad es una muestra más del desdén de nuestros mandamases hacia la mujer, a la que miden, en exclusiva, por su sexo, como si este fuese parte del relleno de un pavo, a la vez que pone en duda sus cualidades intelectuales o de gobierno. Es una sobreprotección, además, innecesaria, salvo que redunde en la igualdad de derechos y responsabilidades de los que escribo en el párrafo anterior (a igual trabajo, mismo salario, por ejemplo). La paridad, además, es una figura confusa que, de aceptarse como un Mandamiento, obligaría a decisiones propias de un mundo de idiotas.
En primer lugar, la paridad exigiría que el gobierno contara con un presidente y una presidenta (se me antoja complicado cuál de los dos debe ir primero). Y, por supuesto, retirarle el apellido “consorte” a nuestra Reina, que pasaría a autorizar también todo aquello que hasta la fecha es misión exclusiva del Rey. Obligaría, por el mismo motivo, a que todos los cargos de la administración contaran con su correspondiente alter ego varón o mujer, pero como ahora el sexo no es el que marca la diferencia sino la teoría del género, tendríamos, por poner un ejemplo, un señor alcalde, una señora alcaldesa, une señore alcalde, uni señori alcaldi, uno señoro alcaldo, y sigan sumando a partir de todas y cada una de las siglas de esa ristra de longanizas amparada por la bandera del arco iris.
La paridad no podría limitarse a las figuras públicas, ni a los cargos de representación de instituciones privadas. A tenor de esta inmensa estulticia, debería alcanzar todas y cada una de las situaciones imaginables. Por ejemplo, las butacas del tren y del avión deberían estar ocupadas, en cada fila de asientos, por un hombre y una mujer que, además, cambiaran su plaza (pasillo/ventanilla) a la mitad del viaje. En cada vagón de metro deberían viajar el mismo número de mujeres y de hombres, además de una representación porcentual de cada una de las minorías LGTBI…, lo que se me antoja muy difícil de distribuir en las horas punta. Por supuesto, los estadios de fútbol donde, a día de hoy y en su mayor parte, el público suele tener colita sin que sepamos por qué, habría que utilizar un alambique para que, al menos un cincuenta por ciento del aforo estuviera ocupado por seres humanos sin colita. Ah, y reservar un espacio equitativo para la caterva de posibilidades genéricas, tengan o no tengan colita. Y lo mismo en las salas de cine, en las consultas médicas, en los comercios donde decoran las uñas, en aquellos que venden lencería, en las peluquerías. Así caerá esa antigualla de El Corte Inglés y su manía de dividir sus plantas entre caballeros y mujer, también los escaparates de las zapaterías que en un lado colocan los pares de calzado masculino y en el otro los femeninos. Por cierto, que los señores pasaremos a utilizar sujetador en días alternos y nos veremos obligados a caminar sobre tacones. Ellas, por su parte, se afeitarán los cachetes en los días pares (o impares), qué divertido. Los lunes nosotros iremos con rímel a la oficina, y ellas con bigote (postizo), y los martes ellos con bigote (de quita y pon) y ellas con colorete. Y en la misma correlación de días, unos harán aguas menores sentados y los otros de pie. De este modo, en efecto, nuestro mundo será paritario. Al menos, un poco.