No es país para viejos
La vida es una novela que escribimos con la misma incertidumbre del lector que se enfrenta a un entretenidísimo bestseller, pues la vamos elaborando sin saber por dónde nos va a llevar su trama. Para darle vida al símil, completamos cada línea, cada página, sin saber cuál de los protagonistas del libro puede ser el asesino. Gracias al Cielo, en nuestro entorno no hay criminales -lo deseo de corazón-, por lo que ese suspense lo traen los imprevistos de cada día, especialmente aquellos en los que apenas ponemos atención: el argumento de los sueños que pueblan las noches; el crecimiento físico e intelectual de nuestros hijos, a los que por desgracia contemplamos y escuchamos poco; el proceso continuado y cambiante de la Naturaleza y el desarrollo de la Liga de fútbol para aquellos a quienes apasione tan repetitivo deporte. Por supuesto, también hay acontecimientos de magnitud, como este singular verano en el que estamos pendientes de los rebrotes que encienden las alarmas aquí y allá, en el que se repite como un mantra la pregunta: <<¿Dónde he metido la mascarilla?>>
Dejarse sorprender es el secreto de una vida feliz. De hecho el desinterés, la falta de pasión, el dejarnos caer en la rutina, el aburrimiento… son propios del hombre y la mujer inactivos que tienden a pasar los días de brazos cruzados, el ceño apretado y la queja sostenida: si hace sol, porque hace sol; si está nublado, porque está nublado
La epidemia del coronavirus ha interrumpido muchas cosas, en mi caso –entre otras– el encuentro semanal en un taller con un grupo de artistas bajo la supervisión de una genial escultora llegada hace años de la Argentina, para, maza en ristre, sacarle al roble y al castaño, al cerezo y al abedul, al haya y al cedro… la figura que llevan dentro. Desde afuera tienen que vernos como a un puñado de locos apasionados por el ruido, ya que los golpes contra el mango de formones y gubias componen piezas del jazz más átono e ingobernable. Esos picotazos de pájaro carpintero también los sufren en mi casa: aunque me encierre en el sótano, lejos del bulle-bulle familiar, muros y cimientos vibran a cada porrazo como la tripa de un tambor.
Entre mis colegas de taller me sorprenden los que ya han coronado sus años laborales, es decir, los que disfrutan de las ventajas de la jubilación. Bien es cierto que la ancianidad es un término ambiguo que, desde luego, no arranca a los sesenta y cinco años. Algo ha pasado en Occidente para que la senectud no ha lugar en infinidad de personas hace tiempo coronadas con el precioso título de ser abuelos.
A veces trato de calcular la edad que una de mis bisabuelas tenía en algunas fotografías. Cierto que son en blanco y negro, enmarcadas en elegantes blondas, pero no es menos cierto que a sus cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta años… era toda una anciana, vestida, peinada, atendida y venerada como anciana, a pesar de que no le rindió cuentas a Dios hasta después de los noventa. Es decir, la pobre vivió más de la mitad de sus días en la senectud, todo lo contrario a mis compañeros de escultura, a los que admiro porque no se dedican a desmigar pan a las palomas, ni a observar las obras, ni a lamentarse de reúmas y lumbagos. Se han empeñado en permanecer en la flor de la vida. Por eso disfrutamos juntos de una tarea ardua y no siempre agradecida, ya que la talla es un arte complejo, de maduración lenta y no siempre fructuosa, que apenas permite arreglos ante un golpe mal dado, ante una herramienta mal escogida o poco afilada.
Cuando en mitad de la faena nos quedamos sin resuello, enlazamos conversaciones sobre las sorpresas que trae la vida: el devenir de los hijos, el crecimiento de los nietos (en su caso), las maravillas del ciclo de la Naturaleza, lo leído aquí y allá, el sello que nos ha dejado la escultura de algún maestro… De este modo, cada página finalizada, cada línea nueva, cada palabra escogida para la novela de la vida, tiene cualidad para formar parte del más apasionante de los bestseller.