Niños a capricho

Me gustaría que los sociólogos añadieran a sus baremos un nuevo punto de estudio acerca de las diferencias entre la población más rica y la más pobre del planeta. Podría titularse “Nivel de caprichos satisfechos”, y se encargaría medir la proporción de los antojos cumplidos en estos dos polos opuestos de la humanidad.

En un lado del gráfico (el más bajo, claro, y el más triste) los sociólogos deberían situar a esa gigantesca bolsa en la que se comprimen los pobres del mundo mundial. Ellos son los que -sin necesidad de explicaciones- no pueden hacer realidad ninguna de sus veleidades, porque un pobre no puede permitirse la adquisición de un automóvil, ni de un piso con vistas al parque, ni de una segunda vivienda para los meses de vacaciones, ni de un viaje de cuando en cuando para hacer compras, no sé…, en Florida, ni de un nuevo reloj porque se ha cansado del que tiene (la mayoría de los pobres no tienen reloj). Un pobre no se permite antojos, y si los tiene no le queda más remedio que espantarlos, salvo que quiera caer en una espiral de desesperación. Puede que el pobre padezca envidia por lo que otros tienen y no comparten, incluso que le pregunte a su conciencia por la injusta distribución de los bienes (unos tanto; otros apenas nada). También puede verse asaltado por la tentación de robar, aunque una aplastante mayoría de pobres logra vencer los aguijonazos de la codicia: a pesar de las inhumanas estrecheces que les atosigan, se muestran contentos con la oportunidad de contemplar a quienes viajan en esos automóviles de cromado brillante, de que sean sus actores favoritos los que disfruten de un piso con vistas al parque, de una segunda vivienda para los meses de vacaciones, de un viaje a Florida para hacer compras, de una colección de relojes con los que ir vistiendo cada día la muñeca.

Por esa parte del gráfico van y vienen los pobres con sus hijos. Todos ellos son, por definición, unos osados que a pesar de las penalidades multiplican la vida. A más pobreza, más llantos infantiles y peleas de chiquillería. En el fuego de sus chabolas solo hay una tira de carne entre las pompas de la sopa hirviendo. Una tira de carne que estiran para que llegue a todos. Los hijos de los pobres, numerosos, bullidores, siempre tienen hambre, como los niños de los ricos, salvo que aquellos a menudo no pueden saciarla. Sus padres -tantas veces sus madres, solas allí donde nadie da razón del padre- no saben de planificaciones ni de cálculos, culpa de la audacia que conlleva sobrevivir.

Los ricos que cumplen todos sus caprichos están en la cúspide de la tabla. Todo lo compran con una individualidad exacerbada. Lo que el rico quiere, lo quiere ya, sin demoras ni esperas. Satisfacer sus caprichos solo depende de la solvencia de la cuenta bancaria. Con ellos buscan alimentarse el corazón. Porque el corazón, como les sucede a los niños pobres y a los niños ricos, siempre está hambriento, necesitado de amor. Los pobres sacian ese amor apretados, toda la familia unida, conjugando los verbos en segunda persona del plural. Los ricos no consiguen saciarlo porque en sus viviendas hay demasiados espacios vacíos. Es normal que deseen el amor de los hijos cuando no vienen, no existen. Algunos los suplen con una mascota, pero un perro o un gato no tienen cualidades para decir un <<te quiero>> incondicional. Además, viven poco. 

Los ricos entienden que un hijo es un derecho. Un capricho más de ricos y para los ricos. Por eso pagan por tenerlos, firman contratos, sellan facturas y escriben largas cifras en el datáfono. Enseguida se los fabrican, se los fecundan, se los gestan y se los paren. Pero cada vez hay más ricos que una vez han comprobado que el capricho no se corresponde con la realidad (el recién nacido está enfermo, impedido o condicionado por algún síndrome incompatible con la individualidad), reniegan del hijo a la carta, lo devuelven e incluso exigen ante notario -con la distancia cobarde de los miles de kilómetros entre el país rico donde viven y el país pobre donde han gestado al niño- que lo desconecten, lo destruyan, lo regalen, lo maten; peticiones que también son parte del capricho.