Morir con dignidad

Sonará extraño. Incluso inapropiado en estos momentos en los que la muerte se nos acumula cada veinticuatro horas –si es que nos siguen quedando ánimos para consultar los cómputos de infectados de coronavirus, ingresados en los hospitales, pacientes en las UCIs y fallecidos–, pero cuando reviso mi experiencia ante el final de la vida se mezclan dos emociones extremas: la placidez y el dolor. Lo del dolor se entiende, estoy seguro. Lo de la placidez resulta extraño, lo sé. Aun así, me siento afortunado por haber tenido un lugar en el último hálito de los familiares y amigos que, con mayor o menor consciencia, me permitieron acompañarlos en el salto definitivo. 

La placidez de la muerte está íntimamente relacionada con su certeza: sabemos que no hay nada más natural que morir. Bueno, nacer, que es la condición sine qua non para morir. La muerte forma parte de la vida, como la vida de la muerte: desde que existimos llevamos impresa una fecha de caducidad, como los yogures, con la pega añadida de que no podemos pasar de puntillas ¬–¬como a veces hacemos durante unos días con los yogures– porque la muerte afecta de manera escandalosa a nuestro envase. 

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Detrás de estas consideraciones se agazapa la dignidad del ser humano; a pesar del tinte trágico que acompaña a todo luto, ante la muerte de los míos he experimentado una belleza secreta al ver fortalecida esa dignidad a pesar de su debilidad extrema, mediante la compañía y los cuidados (que en este trance son una gigantesca bomba de amor). En cada caso, hubo un momento en el que, perdida su última fuerza, me dieron la sensación de que se les mitigaba el dolor y el miedo, de igual manera que su conciencia aceptaba con serenidad la naturalidad de morir, al tiempo que su espíritu parecía dirigirse hacia un destino imperecedero. 

Es entonces cuando aparece la luz serena de la muerte, que confirma el derecho que nos ampara a morir en paz, algo que está muy lejos de la asepsia propia de los tanatorios, que hacen del fallecido un producto expuesto tras un cristal. La placidez exige el derecho a morir rodeado de nuestros seres queridos; el de recibir o no la ayuda espiritual que cada cual crea precisa; el de beneficiarnos de la medicina paliativa, que no solo consiste en ahorrar malestares físicos con inyecciones de morfina, sino en reconfortar el ánimo gracias a la preparación psicológica de sus especialistas que, por desgracia, apenas llegan a la mitad de los agonizantes de nuestro país. 

Una muerte llevada con humanidad es incompatible con la práctica veterinaria que imponen las leyes de eutanasia, eso que llaman legislación para una “muerte digna” (¿se dan cuenta de que la perversión del lenguaje hace que el aborto se interprete como un derecho, que el suicidio parezca la consumación de una vida reglada por el sentido común, que la eutanasia se perciba como un gesto de humanidad…? Es la barbarie disfrazada con un vestido de seda). Un hombre, una mujer, en cada una de sus etapas (niño, joven, adulto, anciano) no es como un perro fiel al que, en un gesto de comprensible piedad, se le suministra un veneno placentero cuando ya no puede comportarse como el animal de compañía que es. Ni siquiera el deseo manifestado con lucidez por parte del individuo debería hacer posible la implicación directa de terceras personas (médicos, enfermeros, jueces, abogados e, incluso, la misma familia) en la aceleración de la muerte, mediante la suministración de las toxinas precisas para que el corazón deje de latir. La Ley, entonces, se habrá consagrado a la cosificación del agonizante, a la justificación de la eutanasia de los impedidos de mente o cuerpo, a la racionalización de la “muerte asistida” de los niños. Habrá abierto la veda del desesperado, del descorazonado, del deprimido, del descreído, del mudo, del solitario, del improductivo… Habrá permitido que nos miremos los unos a los otros con desconfianza, que llegar a la vejez o caer gravemente enfermo sea una doble amenaza, un teatro siniestro en el que unos inyectan para que otros hagan mutis por el foro como si fuesen hormigas a las que se les administra un pisotón. 

Insisto en la belleza de la muerte enfrentada ¬por su protagonista y sus acompañantes con la delicadeza del momento más trascendental, en el que no existe nadie, ¡nadie!, que no merezca una mano que le sostenga, una voz que le apacigüe, una atención que disuelva todas las angustias innecesarias, una presencia que le conduzca a ese instante en el que, de pronto, llega la placidez.