Miguel Delibes, notario del paisaje
La literatura de naturaleza, como género, cuenta en España con un mascarón de proa, Miguel Delibes, novelista que no tuvo intención de crear un género ni, mucho menos, liderar una corriente narrativa, ni siquiera abrir una veta propia en aquella posguerra de textos sociales, tremendistas y experimentales. Lo suyo era una pura necesidad de contar historias, muchas de ellas ubicadas en un entorno rural. Por eso, eligió para sus libros, diarios, artículos y conferencias un ecosistema perfectamente reconocible en sus descripciones, aquel por el que se movió de niño y de joven cada vez que encontraba ocasión para salir de Valladolid. En sus páginas bulle un rigor léxico tal, que el lector logra palpar cada singularidad del campo, percibirlas con cada uno de sus sentidos.
Valles, tesos, oteros, quebradas, cerros, páramos, castros, cotos, alcores, sotos, roquedales, sembrados, hayedos, altozanos, riberas, terrones, encinares, bosques, carrascales, retamares, arroyos… fueron los escenarios de sus piezas literarias, que entintó con los ocres, los verdes y amarillos de la meseta, así como con la nutrida bajara de posibilidades cromáticas que ofrece el cielo de Castilla, tan distinto según las estaciones y las condiciones climatológicas. Observador del detalle, el genio vallisoletano llevó hasta los hogares de la España de la posguerra y la transición aquella naturaleza solitaria, en tantas ocasiones azotada por el viento y el abandono. Dio voz a las extensiones sin límite en las que apenas crece una vegetación rala, quemada por el sol y por la cellisca, por la niebla pastosa que envuelve los ríos una vez llega la otoñada. Su pluma dejó grabado el graznido de los bandos de cornejas, el duro aleteo de las torcaces, el canto del malvís, el siseo de la lechuza y el chapotear en la corriente de las últimas truchas salvajes. Gracias a su maestría distinguimos el aroma penetrante de los tomillares cuando los sacuden las carreras de los perros de muestra, del vivar y del cagadero de los conejos silvestres, el olor a barro de los cangrejos de río antes de que los matara la peste que trajeron los crustáceos americanos, el de la pólvora de los cazadores que patean –en domingos y fiestas de guardar– collados y pinares, con la escopeta cargada y el morral en bandolera. Sus novelas nos traen el sabor de los guisos que antes exigen desbravar la carne para quitarle la fuerza del campo, el de la picadura de un cigarro liado y prendido de espaldas a las ráfagas de viento, el de la tela de nata en la leche recién hervida y el de los dulces de la repostería de los pobres (roscos, perrunillas, yemas, mantecados y pastas para mojar en vino), el del queso de oveja y el pan de hogaza.
Miguel Delibes, último testigo de la migración de la codorniz y de la presencia de los nutridos bandos de perdiz roja que alegraban los baldíos con su aguileo, enhebró en sus páginas la riqueza del vocabulario rural que manejaba la gente iletrada. Este fue su legado: la conservación de la lengua y de los ecosistemas, el conjunto de accidentes geográficos, de fauna y flora por el que se mueven sus personajes –Daniel, El Mochuelo, don Cayo, el Azarías, don Iván, el Tío Ratero, Jero…–, que equilibran el áspero entorno mediante sus labores agrícolas y ganaderas, sus costumbres y decires, la arquitectura que les refugia, sus vestidos y composturas. Esos personajes nos apremian en la necesidad de cuidar la tierra a la que pertenecemos, vigorosa en su existencia milenaria al tiempo que frágil en el embate del progreso y la codicia.
Su literatura no fue nunca fruto de la especulación sino de su experiencia al aire libre, lejos de la aplastante presencia de su ciudad provinciana, cuyas sombras acentuaban su habitual pesimismo. Al amparo del campo, Delibes, caballero de triste figura, dio rienda suelta a su gusto por pegar la hebra con los últimos habitantes de aquella España que hemos dejado morir. Ellos le condujeron a la agonía de las aldeas, y le mostraron las limitaciones de quien no conoce otro horizonte que aquel por donde muere el sol.
Maestro de maestros en la manejo de una prosa armada con el mejor español, las palabras que gobernaba –deshechas en la bruma del desuso– fueron registrando lo que captaban sus sentidos en páginas elaboradas con la meticulosidad del orfebre. Miguel Delibes elevó el realismo de un universo próximo mediante el sustantivo preciso, el adjetivo necesario, el verbo riguroso, en una obra que logró meter la naturaleza mesetaria en los bolsillos de su gastada pelliza.