Mi feroz enemigo

Tengo el enemigo en casa, y lo tengo perfectamente localizado: cada vez que entro en el cuarto de baño me observa desde el suelo, y ante la vibración de mis pasos prende su pantalla digital, un amenazador rectángulo de candor rojo como las ascuas de una barbacoa –¡aborrezco las barbacoas!–. De noche, cuando me siento urgido por una necesidad fisiológica y pongo el pie sobre las losetas de piedra, su mirada emerge como los ojos de un inquietante cocodrilo.

Confieso que he tratado de engañarme. Por eso le cambié las pilas, a pesar de que las que tenía seguían alimentándolo. También creí pertinente buscar otro que lo sustituyera, bajo la excusa de que su mecanismo está atorado después de quince años a nuestro lado. Pero mi mujer no me lo ha permitido. A ella no le engaño con mi pretensión de que la exactitud nipona se ha quedado obsoleta. 

Hasta el pasado mes de enero, mi enemigo no era tal enemigo. Caerme bien, soy sincero, como que no, pues no me atraen los chivatos, las alarmas ni los avisos, incompatibles con mi habitual desorden e impuntualidad. Por eso apenas le prestaba atención. Lo consideraba un trasto más de los muchos que hay en cualquier hogar, una herramienta para quien quiera conocer unos datos que hasta hace semanas eran del todo prescindibles para mí. 

¿Y qué sucedió el pasado mes de enero para que se desatara esta inquina? ¿Qué provocó que su parpadeo carmesí me ponga los nervios a prueba? ¿Acaso me mordió los pies? No, porque no es un perrito faldero. Es (ha llegado la hora de desvelar el misterio) una balanza, un peso, una maldita báscula digital, uno de los electrodomésticos más elementales entre la batería de cacharros que compramos para hacer nuestra vida más fácil. ¿Y qué puede haber sucedido entre la báscula y servidor, que ha levantado este maremoto? ¿Por qué, de pronto, me asusta desde su miserable rincón a unos pasos del retrete?

Vivir es un avanzar dinámico; por eso los cuerpos cambian. Mi madre decía que de sus cinco hijos, yo fui el neonato más feo, un saltamontes, una especie de ratón sin pelo, escuálido, a medio hacer, con los ojos hinchados y bien marcado el costillar, un chiflo de afilador–del esternón a las flotantes–, como los surcos de una tabla de fregar, y entremedias una tripa cóncava, que se volvió convexa una vez dejé el gateo y pasé a representar la imagen indoeuropea de los niños de Biafra: todo huesos y una barriga hinchada. Fue a partir de los cuatro años que mis órganos se pusieron de acuerdo para crecer a la par. 

Mis hijos han sido los primeros en acusarme por haber engordado más de la cuenta. «¡Pésate!». Y yo no me pesaba. Pero llegó enero, ¡maldita sea! después de unas apacibles vacaciones de encuentros familiares que consistieron en desayunar sin prisas, tomar el aperitivo con unos, almorzar con otros, merendar también en compañía y cenar restos de los restos de los restos de los habitualmente sobreabundantes festines navideños. Entre medias, la bandeja del turrón estratégicamente colocada en un lugar de paso, con el de Alicante y el de Jijona, y las peladillas, y los mazapanes, y los roscos de vino, y los mantecados, y los polvorones, y las bolas de coco, y el guirlache, y los barquillos, y las yemas, y el pan de Cádiz, y los bombones borrachos, y los bombones rellenos, y los bombones sin rellenar… y la abuela que los parió. 

De regreso a la rutina me costaba conciliar el sueño. Una vez dormido, me despertaba atacado por molestos ardores de estómago. Ya de mañana, para abotonarme los pantalones me veía obligado a realizar una incómoda de danza, y cuando iba a ponerme los calcetines –son la penúltima prenda en la ceremonia de mi atavío– no eran pocas las veces que sentía en la cintura el crujido de un botón roto, que cuando no llevaba abrochado el cinturón salía disparado como un balín. 

–¡Súbete! –me exigió mi mujer con semblante serio ante la balanza.

Ni quiero ni puedo confesar la cifra que me escupió en un rojo infernal. Desde ese mismo momento se convirtió en mi enemigo, culpable de la desaparición el pan en mi dieta, de la abundancia de Kefir, de las verduras que caen en mi plato, del lomo hervido de pescado sin nombre, de la mutación de la cuchara en una cucharilla, del empacho de manzanas Golden, del final de tantas y tantas golosinas. 

Lo peor de todo es su recochineo. Antes del amanecer, con mis tripas rugiendo como una familia de leones, coloco las plantas de los pies en su superficie de cristal. El cocodrilo abre los párpados de su mirilla y me saludan las brasas digitales con la peor de las noticias: ni para atrás ni para adelante. La cifra que me ruboriza es inamovible.