Maneras de encarar los nubarrones
Entramos en septiembre con el desasosiego de quien se decide en invierno a tomar un baño en el mar: poco a poco, mojándonos primero el extremo del dedo gordo del pie derecho para probar la temperatura. Y, ¡ay!... qué fría está. Quisiéramos regresar al verano y quedarnos en él, pero no hay vuelta atrás: vivimos en la caja de humos de una locomotora, siempre abriendo camino, descubriendo el paisaje que renuevan las horas sin solución de continuidad.
Los reencuentros (“¿cómo te han ido las vacaciones, en dónde las has pasado, has descansado?…”) vienen tiznados por la ceniza del desasosiego. El virus, que fue letal en marzo, abril y mayo, pareció darnos un respiro –solo un respiro– en el mes de junio y aunque se nos coló en el estío, decidimos disfrutar del sol que todo lo cura, salvo la certeza de que este cuento de terror no ha finalizado.
Cabe colocarse de espaldas a la realidad, como si septiembre no fuera con nosotros, lo que me trae a la memoria una vivencia de mi padre: en la posguerra, cuando España era un país hambriento, tuvo un vecino de edificio que protestaba por todo, también por el ruido que hacían aquellos catorce hermanos que vivían un piso por encima del suyo. Que si carreras por aquí, que si carreras por allá, que si gritos y más gritos por el patio de luces, que si la radio encendida, que si el ascensor y el montacargas siempre ocupados… Aquel hombre utilizaba la protesta como anteojeras con las que cubrir la realidad de un Madrid malherido en el que faltaba de todo, también carbón para prender las calefacciones de un invierno inacabable. Hasta que un día dejó al descubierto su bajeza, al confiarle a mi abuela que caldeaba su piso con el vapor del agua caliente: de la mañana a la noche dejaba correr los grifos de la bañera, del lavabo, del fregadero… aprovechando –quizá– la gratuidad del servicio del Canal y –quizá– del gas por ser empleado de la suministradora. Mi padre, que desde niño tuvo carácter justiciero, decidió darle una lección: tomó el teléfono y marcó el número de una famosa mantequería, haciéndose pasar por el hijo del protestón, a la que solicitó el servicio a domicilio de todo tipo de exquisiteces. Fue la empleada de hogar la que recibió el generosísimo mandado que portaban tres mozos del ultramarino, la que guardó en la fresquera aquellas viandas y la que firmó la factura, que pasó a engrosar la cuenta mensual del susodicho en la mantequería, quien hasta el día de su muerte rumió la sospecha de que había sido víctima de aquella familia numerosa.
Ante este septiembre cabe también hacerse el loco, como lo han hecho algunos jóvenes durante julio y agosto, que no han dudado en hacer caso omiso a los protocolos dictados por las autoridades a pesar del riesgo cierto de contagio y propagación. Es un modo de morir matando, de llevar hasta el extremo el individualismo de quien cree haber nacido por y para divertirse.
Ante ese murallón de nubes amenazantes cabe, por supuesto, dejarse maniatar por el miedo. Superarlo se antoja una tarea titánica, pues nos golpean los titulares de los periódicos, las noticias de la televisión y la radio, el desfile infinito de mascarillas, los vaticinios infaustos de los políticos y las puertas de los hospitales, que confundimos con la boca sucia de los ogros sin considerar que en su interior se encuentra la primera línea de la batalla.
Ni vivir de espaldas a la realidad, ni la fingida ignorancia ni el miedo parecen maneras correctas de avanzar por este curso recién estrenado. Tampoco es cuestión de que nos envolvamos en una mentira optimista. La realidad no es la mejor: ni para la salud ni para la economía. Llegan meses –años, según los expertos– de pérdidas, de paro, de ruina. Meses –años, parece– en los que el virus seguirá flotando a sus anchas con más o menos fuerza invasora. Pero me atrevo a proponer una manera distinta de encarar septiembre: viviendo los unos por los otros, sosteniéndonos, acompañándonos en lo malo y en lo menos malo, y también en lo bueno. Al fin y al cabo, vivir es compartir un mismo destino.