Lisboa, verano 2023
Frente al inmenso estrado flameaba una colección de incontables estandartes, banderas multicolores llegadas de todos los rincones de la tierra, pancartas amables que saludaban al convocante egregio, un anfitrión que acogía con los brazos abiertos a los peregrinos, sin nada que ofrecerles más allá del ejemplo de su vida, sus palabras y su mediación para que nos llegara una lluvia tumbativa de gracia. A distancia de muchas decenas de metros –quizás medio kilómetro–, me alzaba de puntillas para verle entre un oleaje de cabezas y de manos que se elevaban en un saludo conmocionado porque, aunque él solo era un hombre, uno más, como cada uno de los cientos de miles (más de medio millón, decía la televisión) que formábamos aquella concentración, representaba, nada más y nada menos, a Cristo. En el ejercicio de su papado, san Juan Pablo II era el vicecristo, el dulce Cristo en la tierra, el punto de unión entre el Cielo y este mundo, y con él festejábamos la alegría de nuestra juventud. Éramos jóvenes, riadas de jóvenes llegados a Santiago de Compostela, la tumba del Apóstol, por todos los caminos que circundan el Globo.
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Los medios de comunicación nos llamaron “La juventud del Papa”, como si fuésemos distintos a los jóvenes del botellón, a los de los macro-conciertos, a los mochileros, a los universitarios, a los que creían saberlo todo de la vida sin apenas haberla experimentado, a los que se dirigía la batería de estímulos venenosos (el ocio perverso, la droga, el consumismo salvaje, el individualismo, el hedonismo, la indiferencia al dolor ajeno…), sin considerar que éramos esos mismos jóvenes de final del milenio, que en aquellos momentos nos sentíamos afortunados por haber acogido la invitación del Papa, junto al que experimentamos que la JMJ es un antes y un después, un baño de esperanza y de realidad, una confirmación de que no estamos solos, un descubrimiento de que se puede aspirar a vivir como hijos de Dios.
El Papa eslavo atraía a la juventud como un imán, a pesar del desdén de los poderes públicos a su defensa integral de la persona. En él no había doblez sino autenticidad, y por eso le confiamos la carga de las dudas que nos acuciaban, las mismas de otros muchos jóvenes que se habían quedado en casa. Con él compartimos el mismo sentido de extravío y el mismo ardor interior, propio de esa maravillosa etapa de la vida. A Santiago de Compostela habíamos arribado con las mismas heridas, con las mismas tentaciones, con las mismas debilidades que el resto de los jóvenes occidentales, pero nos hizo regresar a nuestros hogares con la paz de quien ha descubierto de dónde parte el único sendero seguro.
He hecho una matización: “jóvenes occidentales”, porque la mayor parte de aquella masa alegre que durmió sobre la tierra fría del Monte del Gozo había llegado de Europa, que en un par de meses asistió asombrada a la caída del Muro sin que hubiera derramamiento de sangre. Aunque mayoría, los europeos no fuimos los únicos; las Jornadas Mundiales de la Juventud son convocatorias universales a las que también llegan representantes de una juventud distinta, acuciada por otros problemas vinculados a otra situación geográfica, cultural, social y económica.
La JMJ me ayudó a entender que el cristianismo tiene por cualidad esencial su catolicidad, una universalidad sin exclusiones de origen o de raza. Tal fue la voluntad de Jesús de Nazaret, que Saulo de Tarso, aquel Pablo que se convirtió en el apóstol de los gentiles, se empeñó en difundir. La JMJ es, por tanto, un calidoscopio, el mismo que brotó en el siglo I, la humanidad con todos sus elementos comunes y con todas sus singularidades, que nada tienen que ver con la globalización, neologismo que describe al hombre y la mujer cortados por un mismo patrón –aquí o en Singapur–: un mismo aspecto, unos mismos gustos, unas mismas plataformas de televisión, unos mismos hábitos de consumo… presos de las mismas ideologías deshumanizadoras.
Este verano, los jóvenes del mundo se han concentrado en Lisboa. El anfitrión ya no es Juan Pablo II sino Francisco, quien tomó el relevo que le pasó el tímido papa alemán que, a su vez, lo recogió del gran santo súbito. Como en aquella JMJ que viví en Santiago, el aluvión de peregrinos regresará con la fórmula para construir una vida plena y feliz, que pasa por renunciar al cinismo al que tantas veces se abandona la edad adulta. Con mayor o menor compromiso religioso, habrán escuchado en la voz del Santo Padre una invitación a jugarse la vida a una carta: la que porta Jesús, quien se habrá paseado por los cuadrantes que ordenan a los ruidosos jóvenes frente al estrado y el altar. ¿Cuántos cientos de miles?... A Él no le importa el dato porque, como concretó con plástica sabiduría el intelectual francés André Frossard, «solo sabe contar hasta uno», lo que me gusta traducir como «solo sabe pronunciar tu nombre».