Libertad, miedo me das
Deberíamos empezar a reconocer que en España no sabemos ser libres, por más que se nos llene la boca –como la de una ballena que se da un atracón de plancton– al echarle soltura al uso de toda la familia de ese grupo de palabras cuya matriz define la característica fundamental de la conciencia y de la convivencia. No, la libertad privada y la libertad pública no se ganan ni se ejercen solamente con el derecho al voto, como tanto nos insisten. No, el ejercicio de la libertad apenas tiene que ver con la elección de una papeleta para designar los candidatos a calentar cualquiera de las tribunas públicas que cuajan nuestro país: parlamentos y senados, cámaras y generalidades, diputaciones y ayuntamientos, cabildos y salas de alterne que se aprietan hasta reventar mi libertad, la de todos, con cargos públicos que se aprovechan de nuestra apatía una vez dejamos el sobre en la urna, para arrogarse un espacio –el nuestro, el de los nuestros– que ni les hemos entregado ni, por puro sentido común y por puro espíritu de supervivencia, les corresponde.
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Cuando me animo a hacer –a vuelo de ave– un recorrido por los años de nuestra democracia, me invade cierto espíritu de derrota. Fuimos, antes de la aprobación de la Constitución que nos rige, un pueblo en extremo controlado porque desde tiempo inmemorial nos engatusa la bastarda paternidad de quienes mandaron en cada etapa de nuestra Historia. Los mandamases se aprovecharon de nuestra pobre formación política, social, artística y económica para darnos gato por liebre, es decir, control político, intervencionismo descarado, allí donde debe reinar la responsabilidad individual y colectiva, el libre albedrío que tanto miedo nos da.
Los pastores recogen el ganado vacuno, equino, lanar, porcino… que pace y hoza en grandes fincas, en montes cerrados y en campos sin límites, una o dos veces al año para someterlo a un proceso de saneamiento y control. Da gusto ver cómo esos profesionales conducen a las reses hasta mangas y correderas, cómo las pasan de un corral a otro, cómo separan a los ejemplares en cajones donde les arrean el jeringazo correspondiente, les engarzan un crotal, les marcan con el hierro candente que los identifica. Pues lo nuestro no es muy diferente: a cada poco nos conducen a los colegios electorales para que sigamos balando el mantra de que el poder reside en el pueblo.
De ser cierto que en el ejercicio de nuestra libertad entregamos la gestión de las reglas elementales de convivencia a unos representantes públicos, los últimos cuarenta y dos años no deberían ser la narración del control ideológico del país a interés de parte. De ser cierto que sabemos ejercer con responsabilidad el don de la libertad, nuestra Historia inmediata no sería un juego de la oca en el que uno de cada tres casilleros es una cesión irrevocable al Estado de un derecho que es exclusivamente del individuo.
La llamada Ley Celaá es la última ofrenda de nuestra libertad al demonio del intervencionismo, pero no será, ni mucho menos, la última. Si nos sentáramos a entender su espíritu, caeríamos en la cuenta de que los padres engendramos a nuestros hijos para el servicio y la nutrición del monstruo del Estado. Detrás de la afirmación de la ministra <<los hijos no pertenecen a los padres>>, se asienta esta extrañísima condena que vamos comprando a golpe de votos. Los padres somos, a ojos de la ley, meros fecundadores obligados a entregar la conciencia y la formación de nuestros hijos a un sistema que decide qué, dónde, cuándo y cómo van a aprender los niños para que se configuren a la medida de los criterios ideológicos que permiten una esclavitud repugnante.
Los españoles no sabemos ni queremos ser libres, pues renunciamos a formar a los hijos a la medida de nuestro criterio. Es este gobierno, que ha salido de las urnas y de los pactos más canallescos, el que ejerce la paternidad. ¿Cómo debemos calificar una ley que dificulta la elección del centro educativo que quiero para mis hijos, que me insulta y proscribe por haber escogido la educación diferenciada, que me hace pagar el adoctrinamiento oficial a la vez que me obliga a renunciar a mi derecho de percibir las ayudas que me corresponden para educar a mis menores? Quiero ser libre, protegerme de tantas malas intenciones exigidas a golpe de ley, evitar la instrucción estatal, impedir la violación de la inocencia de los niños con la perversión de los patólogos del sexo a cuenta del erario público; quiero que los míos aprendan en castellano, hablen un correcto castellano, lean en castellano, se eduquen en castellano y no en el complejo capador de los nacionalistas extorsionadores.
Si no nos diera tanto miedo ser libres, hace tiempo que los gobernantes se dedicarían exclusivamente a garantizar lo común, la protección de los débiles y el correcto funcionamiento de los servicios públicos. Pero tenemos miedo a un Estado feroz al que cada cuatro años damos oxígeno con nuestros votos.