Las preguntas
En estas semanas tan extrañas de confinamiento, en las que nos asomamos a la calle desde las ventanas, con el alma encogida ante el dolor que se vive en los hospitales y, muy especialmente, en las residencias de ancianos, sin que podamos hacer nada por paliar la soledad de quienes sienten miedo ante la voracidad de la muerte, no es fácil dar respuesta a la pregunta acerca de la razón de la pandemia. No de la razón técnica, científica, ese momento cero en el que un virus mutó en un mercado de Wuhan para expandir su letalidad por los rincones del planeta.
Nuestra inquisitoria busca una razón moral, un por qué y un para qué del manto de ceniza que ha caído sobre nuestras certezas ilustradas. Las enciclopedias, los parlamentos, los areópagos del pensamiento y la conducta, los debates televisados que diseccionaban las arquitecturas donde se alberga todo el saber, todo el éxito, todo el dominio, todas las bajas pasiones, son incapaces de resolver la ecuación vírica que ha tajado los pies de nuestras seguridades.
Recomiendo buscar, leer y conservar la homilía que, en la vacía catedral de San Pedro, predicó el padre Raniero Cantalamessa durante los Oficios del Viernes Santo, con el único auditorio de un Papa solo. Sus palabras están cuajadas de la sabiduría del pobre, es decir, de aquel que se presenta ante Dios sin una respuesta hecha, presto a escuchar. El predicador de la Casa Pontificia entra en las tripas del sufrimiento humano, al que solo encuentra una razón -y esta no del todo nítida, dado su carácter de Misterio- a la luz de la Cruz.
Cantalamessa habla de los dos lados del padecimiento: su origen y sus efectos. El origen siempre es turbio, repugnante incluso, pues nos habla de la saña que padecemos en distintos momentos de la vida a cuenta de las divisiones, las guerras, los enfrentamientos, las maledicencias, el odio, el fracaso… y, ahora, la pandemia. Pero si buscamos los efectos de la Cruz, del dolor, después de saborear el acíbar descubrimos que son infinitamente beneficiosos para aquel que espera en el Señor. El panorama que se nos abre con la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo nos deja asombrados, ya que Él llevó nuestras enfermedades y cargó nuestros dolores, confirmándonos que hemos sido creados para vivir, solo para vivir.
Dicen que la humanidad saldrá reforzada, que después de los abrazos -si es que nos dejan abrazarnos- reconstruiremos nuestras sociedades al son del Imagine de Lennon. ¿Ocurrirá? Lo dudo, por más que lo canten los emotivos vídeos que nos llegan por wasap, salvo que nos empeñemos a mantener los buenos propósitos con nuestra familia y amigos, salvo que los pastores no dejen de recordarnos los Novísimos, tan presentes estos días y tan denostados durante décadas.
La clave, dice Cantalamessa, es renunciar a la omnipotencia en la que creía vivir el hombre occidental, culpable de nuestra sordera. Somos demasiados los cristianos que hacemos oídos sordos a la realidad incómoda de la muerte, de la propia muerte. Los que apenas podríamos decir nada del infierno, del purgatorio y del Cielo, a pesar de que son los tres estados en los que culmina toda existencia. Y todavía somos más, muchos más, los que desconocemos que el hombre se condena o se salva en su totalidad, alma y cuerpo, que es el único modo en el que fuimos concebidos.
El conocimiento de las realidades que están más allá de la muerte no es una vuelta al oscurantismo (si es que alguna vez lo hubo más allá de la conciencia torcida de algún individuo) sino una apuesta por la alegría y la felicidad, pues encontrarse con la Cruz, también con la de esta peste, es resolver su por qué y su para qué.