La partida
En la secuencia que describe el genoma humano, que es una ristra casi infinita de combinaciones de letras y números, con especial relevancia de la A y del 0 (no me pregunten por qué ni, mucho menos, qué diablos significa), debe de venir, agazapado, el gusto por los juegos de mesa. No encuentro otra manera para explicar una de las divisiones fundamentales de la especie humana: quienes traen la afición a las instrucciones metafísicas del RISK tatuadas en el ADN; quienes caemos en el mundo con una alergia sobrevenida a las cajas de cartón que prometen llenar las tardes con estrategias, conquistas, derrotas y victorias. Sobre todo en jornadas de lluvia, en las que parece que no hay otra cosa que hacer.
De tener genoma, algo de lo que no estoy seguro, en mi secuencia no están los cubiletes de colores, las fichas ni los dados, que desde el subconsciente freudiano me observan con su amenazante blanco tocado por puntos negros. Además, cuando los lanzo se repite el uno, holgazán, o el terco seis, que después de brindarme dos ocasiones de felicidad para que al fin mi ficha avance por el tablero, en un tercer envite me condena a la maldita casa redonda y de color corporativo –siempre el amarillo, por descarte– cuando rozaba la escalera que iba a conducirme a la despreocupación de que el enemigo no pudiera comerme. No sé quienes forman el club de inventores de los juegos de mesa. Me malicio que sabios que se aburren en cuanto les acucian las horas muertas, las mismas que, a mi entender, son las más propicias para buscar modos diversos de aprovechar el tiempo.
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Hay entretenimientos que debería salvar de la quema porque llevan el sello de lo español, de aquella España inocentona que recurría a la suerte más que a la inteligencia. Es el caso del Juego de la Oca, cuya cantilena murmuran los ancianos que en sus últimos días sestean en una demencia neblinosa. Les preguntas qué les duele y te responden: <<De puente a puente, y tiro porque me lleva la corriente>>. Los animas a dar un paseo, te miran inexpresivos y entonan: <<De oca a oca y tiro porque me toca>>. Los llevas al banco para que firmen de manera teledirigida algún documento, clavan sus ojos en el director de la sucursal –quien cree que va a verse asaltado por la petición de un juego de cacerolas, cuando bancos y cajas hace tiempo que dejaron de premiar la apertura de nuevas cuentas– y proclaman: <<De dados a dados, y tiro porque me ha tocado>>. Es el momento de emitir un sonoro carraspeo, con el que ocultar las dudas del bancario acerca de la capacidad del titular, que ha unido el pulgar y el índice de la mano derecha para golpear la mesa con las uñas, que avanzan a saltitos siguiendo el orden de un casillero que solo su mirada de niño grande es capaz de ver.
El parchís antes nombrado, cuya competición mundial se dirime en el mes de agosto en un pueblecito de la provincia de Huesca, prescinde de esa suma de aleluyas, que se compensa con una colección de reglas fútiles, con las que cuatro y hasta seis jugadores pretenden superar las cien celdillas que conducen a una meta con forma de punta de flecha. Cada partida es un interminable paso por el desierto, al menos para mí: enseguida me hormiguean los muslos, hasta desencadenarse en mis piernas el baile de San Vito. No me ha tocado aún un cinco con el que empezar mi jugada y ya me incomoda cualquier postura. Me palpita en corazón en las sienes, y deseo con frenesí que las azules, las rojas o las verdes coronen el sueño de proclamarse cuanto antes ganadoras de una competición sinsentido, aunque tres de mis amarillas hayan sido canibalizadas una y otra vez por sus rivales. El lance, que dio inicio apenas terminamos de comer, continúa una vez ha caído el sol.
Claro que hay juegos de mesa con más enjundia que la Oca y el Parchís, y no me refiero a las Damas Chinas ni a la Escalera, sino a esas batallas campales sobre un cartón que refleja un mundo sacudido por una colisión perpetua entre vecinos mal allegados. Lo peor de esos juegos son las instrucciones, que demandan un estudioso análisis previo, realizado por algún jugador acostumbrado al género de la literatura del pasatiempo, dominada por autores cuyas construcciones gramaticales se prestan a incalculables interpretaciones, dada su ambigüedad. Dichas reglas, avanzada la partida, dan pie a reyertas que obligan a revisar el cuadernillo de marras, a lecturas a viva voz –donde dije digo, digo Diego–, a pasos atrás según el mal perder de los contrincantes. Por supuesto, no falta el soniquete de los dados, ni el cinco (que huye de mí) para que cada cual dé comienzo a su partida, ni el seis tres veces repetido que malogra mis estrategias que, en el fondo, penden de un tonto albur, ni la pérdida de medio país, de una región o de cuidad con su alcalde y sus ciudadanos <<porque lo dicen las instrucciones>>, instrucciones cuya única razón de existir debería ser alimentar el fuego.
Hay juegos en los que se trapichea con pretendidas fortunas de billetes fotocopiados, juegos en los que nos atenazan las más vengativas penalizaciones (como en la vida real, acuciada por las multas), juegos en los que nos gozamos con una prerrogativa que, sin entender el por qué, al instante nos la roba el rival que tenemos a la derecha, juegos en los que el minutero no avanza, juegos en los que se anuncia con júbilo: <<Seguimos después de cenar>>, juegos en los que la madrugada se nos echa encima como la panza oscura de una ola, sin que se haya dirimido el ganador, juegos en los que, por capricho del canalla que redactó las antojadizas normas, hay que volver a empezar y el público, en un arrebato de sadismo, eleva los brazos, radiante de felicidad, juegos en los que cada jugador queda imbuido en el papel que las reglas le ha deparado: terrateniente, millonario, ladrón, prófugo, general de división, policía, rey, campesino, esclavo... Juegos malditos en los que se aplaude la sádica voz que propone: <<Mañana echamos otra>>.