La narcosis del miedo
Me pregunto si estas largas semanas de confinamiento nos están dañando los resortes de la libertad. Sentir el ojo de la autoridad clavado en la espalda tiene gravísimas consecuencias para la soberanía del individuo. Quién más quién menos percibe el calor de su aliento y, por ende, la duda timorata de si no estaremos franqueando la sutil línea de lo permitido.
Hay un virus del que todavía apenas sabemos nada, lo entiendo, que tiene una soltura envidiable para viajar y hacer residencia en los pulmones. Todos lo hemos sufrido de una u otra manera. Pero hay algo que se me escapa en este terrible contratiempo: la información se maneja con una voluntad dudosa por parte del gobierno, como si nos encontrásemos en medio de una larga mascarada. Desde el comienzo se ha cocinado una sopa de contradicciones, silencio calculado y errores salpimentados con la aparente aquiescencia del tendido.
Hace años caí en la cuenta de nuestra cómoda renuncia a ejercer una libertad completa. En el fondo, ser libres nos asusta. Por eso delegamos en los administradores de lo público una colección de competencias que no son de su incumbencia. El Estado lo vigila todo: lo que entra y lo que sale de nuestros hogares. Y lo peor es que le dejamos hacer. Por decirlo de otra manera: los gobernantes visan nuestras creencias, nuestra familia, lo que vemos, lo que leemos, lo que decimos y hasta lo que pensamos. Solo así se explican los bandazos de nuestra sociedad en asuntos fundamentales: si a muchos de los niños que estudian desde casa este final de curso les preguntáramos dónde están en mal y el bien, dónde la fealdad y dónde la belleza, dónde la verdad y dónde la mentira, descubriríamos en sus respuestas los ecos de las ideologías inicuas, es decir, el resultado de la inversión de buena parte de nuestros impuestos en un plan para crear ciudadanos sumisos.
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El estado de alarma en cada una de sus fases se parece al cuento del Flautista de Hamelín, que era un tipo simpaticón pero malvado, que utilizaba sus artes musicales para llevarse a todos los pequeños de un pueblo hasta su guarida –vaya usted a saber con qué fines– en un divertido pasacalle. Nadie ha conocido, hasta este aciago presente, una situación parecida: mediatizados por el miedo (al contagio, a las multas, a la presión de las fuerzas de seguridad, a las advertencias de tal o cual ministro) desfilamos a paso marcial, más rápido o más lento según el líder nos toca el tambor mientras él continúa, junto a sus secuaces, diseñando el mapa ideológico de una nueva España, algo para lo que nadie le ha dado licencia.
Muchos hablan del futuro próximo, aquel que quedará inaugurado el día en el que el oráculo de Delfos con corbata encarnada nos permita al fin –¡oh, amabilísima beldad!– entrar y salir de casa sin que exista toque de queda. Dicen que a partir de entonces comenzará un mundo nuevo, en el que por motivos de seguridad médica deberemos entregar el grueso de nuestros derechos para que estemos siempre localizados por la autoridad, como si no fueran suficientes las infinitas cámaras que graban nuestro deambular sin pedirnos permiso ni pagarnos derechos de imagen. Ese miedo a la libertad nos incitará a balar, obedientes, y a llevar el teléfono móvil siempre conectado y una pulsera telemática si se le antojara al mandamás. Nos tomarán la temperatura sin que medie nuestro consentimiento y hurgarán nuestras entretelas hasta colocarnos un chip como el que lleva el perrito faldero de la vecina. Por decreto tendremos que indicar con antelación el destino de nuestras vacaciones y, justificándolo por razones inmunitarias, apuntillarán derechos tan pisoteados como el de elección de colegio para nuestros hijos, la práctica religiosa en espacios públicos, las manifestaciones y huelgas contra el poder supremo y hasta el comienzo y el final de la vida de todos aquellos hombres y mujeres que supongan una carga para las arcas públicas.
No me cuesta creer que llegará un momento en el que el Estado coartará lo poco que nos quede de individuos libres, a pesar de que llenen el aire con palabras en colorines como <<democracia>>, <<convivencia>>, <diálogo>>... El español entonces no podrá protestar, cohibido ante la amenaza de una denuncia por actividad subversiva contra la seguridad sanitaria, es decir, contra el cuento del lobo de que el virus puede mutar, reventar o bailar un cha-cha-chá por el paseo de la Castellana. Han encontrado la excusa perfecta para tejer un país a la medida de su maldad.