La gente
Todos guardamos un justiciero en el bolsillo, al que de cuando en cuando armamos para que dispare al aire. Este justiciero bobalicón generaliza, toma la parte por el todo y señala a la gente, comodín abstracto con el que acusar a otros de la estupidez propia. Nuestro Anacleto privado se arroga que la gente –ente difuso que recoge a toda la humanidad excepto a mí, faltaría más– se equivoca en lo que piensa, dice y hace, y pinta esa sombra indefinida con el negro de nuestras frustraciones, que no son otras que las de pertenecer a esa misma masa vulgar y frágil, que se equivoca tan a menudo. Somos gente, la misma gente, por más que ese tipejo gruñón al que solemos llevar escondido se ponga a categorizar, a adjudicar errores a diestra y siniestra.
¿Acaso no se nos llena la boca al señalar las razones por las que la gente sigue votando a este o a aquel partido, por las que la gente no sabe desconectarse del teléfono móvil, por las que la gente no reacciona ante ciertas urgencias de nuestra sociedad, por las que la gente cojea de esto y de lo otro…? El justiciero, sumo pontífice de pacotilla, perora lanzando asertos como un sociólogo en carnaval. Al poco caigo en la cuenta de que se me ha desbocado. Y me ruborizo por haberle permitido soltar tanta tontuna. Y me rio de mi necedad.
Mientras dura la necedad, a causa del comportamiento de la gente, en el mundo solo existe una persona cuerda… yo; solo una persona verdaderamente libre… yo; solo una de intachable historia y ejemplar comportamiento… yo, claro. Pero en cuanto se deshace la tertulia y me detengo a valorar lo que he dicho, me aprieta un molesto peso, pues en el libreto de mi vida, ese que voy escribiendo en papel reciclado y barato, muy barato, como el de aquellos rollos “Elefante” de color turbio, mi mala letra revela que ni del todo cuerdo, ni del todo libe, ni del todo intachable ni del todo ejemplar. A fin de cuentas soy un tipo más confundido entre la gente, toda esa gente a la que estoy cosido y con la que actúo de extra en la función de la vida.
Vivir es un arte complejo, en el que cada cual trae sus propias instrucciones. Por eso no valen las plantillas, que son falsillas, como decíamos en el colegio, en las que las líneas casi nunca aparecen rectas. Por supuesto que existen circunstancias objetivas, las del tiempo que nos toca vivir. En estos momentos la tormenta de la sobreinformación mediatiza nuestras reflexiones y muchas de nuestras decisiones, y lo que en un principio podría ayudarnos a salir de la papilla del gentío -conocer mejor la realidad-, nos encadena. Por eso me admira la gente que da la espalda a la sobreinformación, aquella gente que no sabe quién son las Rociítos y los Antoniosdavides de cada momento, ni quieren saberlo, que no se taladra los miedos a cuenta de los argumentos de los negacionistas ni de aquellos que esgrimen los escrupulosos mantras de la biblia sanitaria, gente que no destina un minuto de su día a seguir los pasos de Pablo Iglesias ahora que busca el modo de sacar tajada a la subasta de su moño, que no pierde el tiempo con los reálitis e incluso utiliza el televisor para esconderlo entre las plantas del salón, como el padre de la Mafalda de Quino, o para buscar páginas en el perezoso teletexto, negándose a dejarse esclavizar por la inmediatez de internet.
Merece la pena salir a buscar a esa gente, la que tiene por costumbre el silencio, la reflexión, gente que mira a los demás con afán de aprender (también de aquellos comportamientos que no le gustan) y no de juzgar ni, mucho menos, de condenar. Esa gente que conoce a sus vecinos de escalera, que se molesta en hablar con el conserje porque el conserje es un hombre plúmbeo y pesimista del que huye la humanidad entera, que retiene el nombre de la gente que le han presentado, así como el recuerdo de las conversaciones mantenidas durante aquella breve salutación y se interesa por cómo les van las cosas. Quisiera parecerme un poco más a la gente que mira a los ojos, a la que sabe escuchar. A esa gente ávida de aprender de lo importante y de lo irrelevante, de admirar lo que cada día descubre y de escoger lo que beneficia a los suyos. Ojalá yo fuera como esa gente que descuelga el teléfono el día de tu cumpleaños, ahorrándose la comodidad de lanzar una felicitación entre la ristra de mensajes de un grupo de wasap. Ojalá toda esa gente me contagiara su modo de ser gente, para que mi justiciero particular no tuviera otra posibilidad que buscarse otra pensión donde lo aguanten.