La elegancia y el comisionista

La elegancia es un atributo de los hombres valientes, pues consiste en saber estar cualquiera que sea el momento, el lugar y la situación, asumiendo con largueza las consecuencias positivas o negativas de sus actos. Por eso, poco tiene que ver con razones de cuna, salvo que la entendamos como una careta que se sostiene con los hilos de determinados apellidos rimbombantes. Tampoco está ligada con el vestir con corrección o usar los ademanes dictados en un tratado de buenas maneras. Estas cosas ayudan, no digo que no (me refiero al aspecto externo, al saber actuar con educación), pero no son la clave de la persona elegante, como no lo son, aunque sumen, una agenda surtida de buenos contactos, la facilidad para pronunciar correctamente los más variados idiomas o lucir un pasaporte con matasellos de medio mundo. Porque se puede coleccionar todo lo dicho (apellidos, ropajes, modos correctos, agenda, idiomas y viajes) y ser un perfecto patán.

Insisto en que la distinción no viene necesariamente de cuna, aunque determinadas familias agraciadas consiguen, con ejemplo y determinación, formar hijos virtuosos. La virtud, no lo olvidemos, es requisito indispensable de la elegancia. Pero no todos los niños que vienen precedidos de un rancio abolengo conseguirán ser personas elegantes, por más que se empeñen en abrazarse a las ramas de sus árboles genealógicos. ¿Quién no conoce un hombre, una mujer, hecho a sí mismo, al que no le favoreció la suerte durante la infancia, y que a base de tesón y honradez ha sido capaz de convertirse en un referente para sus conciudadanos? Quizás, cuando alcanzó el prestigio que merecían sus obras decidió recibir ciertas lecciones de protocolo, porque la inteligencia, que es otro atributo de la elegancia, le hizo entender la necesidad de comportarse con naturalidad en todos los ambientes y lugares, y ante toda clase de personas. 

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Por eso un comisionista no puede ser un tipo elegante, sobre todo si el beneficio se lo aportan circunstancias ajenas al esfuerzo o si su comisión es desproporcionadamente elevada, corresponda o no con los porcentajes que avala la costumbre, por más que no haya costumbre en este tipo de intermediaciones, que se justifican en el prurito de creerse superior al resto de los mortales, cuando todo el mérito se resume en levantar un teléfono con el que hacer un par de llamadas a esos poderosos que se dejan querer.

España es un país de patanes y listillos. La Historia de las últimas décadas es rica en ejemplos que no pretendo enumerar y que tienen en común la fanfarronería de sus protagonistas, que consideran el cargo, el apellido o la relevancia social como un derecho a para ser desleales al pueblo que cada mañana madruga para sacar el país adelante. Son los mismos que se creen con patente de corso –por ser vos quien sois– para acumular miles y miles de euros que no responden, por supuesto, al fruto del trabajo. 

Un patán y un listillo son zafios por su voluntad de vivir a comisión de presupuesto, lo que implica dos actuaciones deleznables: la de llevarse a manos llenas el dinero del contribuyente, del inversor o del accionista (habitualmente en operaciones sin luz ni taquígrafos, faltaría más) y la de mirar para otro lado cuando le llenan los bolsillos con groseros fajos de billetes de 500. 

La codicia del comisionista no conoce fondo porque el dinero fácil llama al gasto rápido. Mantener las exigencias de una vida vacua, en la que la mala conciencia precisa entretenimientos que la distraigan, demanda el alimento de nuevas comisiones que hacen más grande el círculo de un vivir desproporcionado, entre lujos de mal gusto y peor resultado. Un comisionista sentado al volante de un coche exclusivo y ruidoso, de pie al timón de una embarcación, lavándose los dientes con champán, invitado de fiesta en fiesta por aquellos que desean sacarle los cuartos, es una caricatura del patán de los patanes a la que solo le espera, más pronto que tarde, rendir cuentas ante un juez elegante que le imponga el peso de la Ley.