Jóvenes infelices

A pesar de la explosión de la primavera, de las risas que uno escucha en las terrazas que entorpecen el paso por las ciudades, de los ritmos latinos que se aglomeran en los diales, de la fiesta continua que se percibe en esta sociedad del ocio, una nube de pesimismo se esconde detrás de la máscara. Reírse es sanísimo, quién lo duda, sobre todo si es un ejercicio practicado entre amigos, salvo que esas carcajadas sean un desahogo, un teatrillo, un consuelo ante el desengaño. 

Dudo que la felicidad pueda medirse en porcentajes, pero a juzgar por las encuestas y por el rictus de una buena parte de los viandantes que hormiguean por las venas y arterias de Madrid (la urbe en la que vivo), se ha convertido en un bien de lujo, en una rareza, una exquisitez de tienda gourmet por la que buena parte de la humanidad estaría dispuesta a pagar lo que valen un kilo de caviar o de angulas.

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La infelicidad, aseguran los sociólogos, afecta sobre todo a los adolescentes, aunque no hay tramo de población que no se vea pellizcada por el descontento. Incluso los niños llevan décadas sufriéndola a causa de todo lo que descascarilla su inocencia (la ruptura matrimonial de sus padres, percibirse como objeto de intercambio y –¡tantas veces!– de afrenta entre quienes se han dejado de querer, encontrarse con un hogar vacío hasta la hora de la cena, el acecho de todas las maldades que flotan por el cauce de internet, la imposibilidad de relacionarse con unos hermanos que no existen ni van a existir, el amargo descubrimiento –quizás– de que llegaron a la vida por la necesidad de llenar un hueco afectivo resuelto en una clínica de fertilidad, y el no menos amargo descubrimiento de que los adultos les amordazan a una serie de pantallas con las que les impiden jugar ruidosamente, como han jugado todos los niños de la historia).

La frustración de los adolescentes está ligada a la vivencia del presente como si fuera una distopía. Ellos entienden el tiempo que les ha tocado vivir de manera parecida al que narran las películas y las novelas de este desanimante género literario, cuyos escenarios se presentan envueltos en cenizas, cargados de maldad, donde homo homini lupus, para mayor gloria de Thomas Hobbes, del que basta contemplar su retrato para descubrir que no fue, precisamente, la alegría de la huerta.

Acaso estos jóvenes tengan razón, porque el legado que hemos abandonado en sus manos tiene mucho de distópico, con la salvedad de que no necesita de una proyección futura porque está en el aquí y el ahora, entre las risas de las terraza y el reguetón. Podríamos hacer un análisis de los distintos venenos que lastran su vida: una formación pobre, ayuna de excelencia; las dificultades para encontrar un trabajo estable; la perspectiva de un sueldo muy limitado, que les imposibilita la adquisición de una vivienda; el desinterés por la política y el servicio público; el cada vez más fácil y asequible acceso a las drogas; la dependencia del alcohol; la violencia de los estímulos consumistas… Prefiero apuntar el tiro a dos circunstancias que están entrelazadas. 

La primera es la sexualidad, que se les presenta como un juego sin consecuencias en el que pueden y deben iniciarse de manera completa en la primera pubertad, cuando todavía no han soltado la mano a la infancia y cuyo eje se encuentra en el placer individual y no en la donación, cuya práctica debe ser experimental, continuada y ajena por completo a su finalidad natural, la unión afectiva entre un hombre y una mujer, tan íntima como llamada a fortalecer el vínculo de la fidelidad, que está naturalmente unido a la capacidad procreadora. 

Una vez pervertida la naturaleza del sexo, rota su maravillosa verdad, los jóvenes se ven arrastrados a la insatisfacción. ¿Para qué buscar un proyecto común? ¿Para qué luchar por él? ¿Para qué permitir que este fructifique en los hijos, que se interpretan como un fallo en los mecanismos de la autosatisfacción? ¿Para qué formar una familia? ¿Para qué esforzarse por mantener un vínculo? ¿Para qué ser fiel? ¿Para qué compartir los frutos del trabajo?... En esta distopía en la que están embarcados, el compromiso es un desiderátum, pues exige una educación de los afectos de la que carecen. Por eso mismo no se plantean el matrimonio, mucho menos el contigo pan y cebolla. Quieren amar, pero no saben, y en su universo deformado por un egocentrismo sentimental no hay lugar para el embarazo, para la vida, sino una colección de técnicas para impedir, con la frialdad de la ciencia deshumanizada, que fracase esa sexualidad de laboratorio.

La segunda, ya lo he dicho, pende de la primera. Una sociedad que banaliza el sexo, sin bodas, sin hijos, es una sociedad sin renuevo y, por tanto, una sociedad que camina al barranco de su desaparición. Los análisis demográficos del profesor Alejandro Macarrón son escalofriantes. En la España de estas primeras décadas del siglo XX han nacido menos niños que en el siglo XVIII, cuando por entonces la población era una cuarta parte de la actual y las dificultades económicas ganaban por goleada a nuestros quebraderos de bolsillo. 

La ceniza de su distopía es la infelicidad, la aridez de un mañana con perspectivas nada halagüeñas, el canto melancólico de una civilización que agoniza a pesar de las risas, insisto, del reguetón, de las drogas, del alcohol y del placer instantáneo (ese calambrito, como lo llama un buen amigo) sobre el que se tambalea Occidente.