Jesús y los niños
De entre los pasajes del Evangelio, ninguno me despierta una sonrisa como los que narran la relación de Jesús con los niños. Influidos por una imaginería un tanto relamida, nos hemos hecho a la idea de que Cristo actuaba como un repartidor de caramelos o como uno de aquellos artistas gitanos que, no hace demasiados años, llegaban a cualquier esquina para entretener a pequeños y mayores con la trompeta y el número de la cabra. Jesús no fue un flautista de Hamelín, mucho menos un encantador de infantes. En aquellos tiempos los niños se cuidaban de molestar a los mayores, so amenaza materna de repartir unos cuantos azotes en la intimidad del hogar. Hasta que no cumplían doce años (los varones), a los niños no se les tenía en cuenta más allá de su casa, como si fueran parte de una camada ruidosa.
¿Qué tenía Jesús que cautivaba a los pequeños allí por donde pasaba? Para Él no eran invisibles, y me da que a veces abandonaba el camino, el descanso bajo la sombra de un árbol, la compañía de aquellos hombres y mujeres que le mostraban fidelidad y la de los fariseos y saduceos más graves, siempre al acecho de quien hacía milagros y hablaba del Innombrable como si lo conociera como a la palma de su mano. Se presentaba el Señor en medio de ellos para interesarse por sus partidas de tabas, por sus equipos de policías y ladrones, por sus correrías alrededor de la aldea, por sus travesuras y hasta por sus peleas, que a ningún niño disgusta la palabrota y el empujón. Quizá tenía Jesús habilidad para hacer algún truco de magia, como sacar una moneda de cobre de la oreja de una chicuela. Quizá compartía con ellos dátiles dulzones o cualquier otra golosina que le regalaban los pobres.
Con la mirada, los gestos, la voz y las carcajadas, el Mesías se ganaba a los niños, a los que retaba en carreras hasta el pozo, en comprobar quién daba el salto más largo, en brincar a la pata coja, en hacer figuritas de barro o masa de pan. Los quería cerca de sí porque también con ellos revoloteaban sus ángeles, que cuando guardan a un niño contemplan el rostro del Padre. ¿No será que los rasgos infantiles son los más parecidos al dibujo de Dios, y los ángeles confunden una y otra cara, una y otra sonrisa, unas y otras lágrimas?
Jesús se sirve del desagradable empeño de sus apóstoles por espantar los enjambres de niños que le atosigan, para aleccionarnos: todos los niños irán al Cielo y entre los adultos, por ende, se salvarán aquellos que se abajen a la medida de la infancia. Niño para creer, niño para confiar, niño para distraerse con los colores y las formas de un mundo que es un parque de juegos, niño para entregar a Dios el regalo de un dibujo ingenuo, que es aceptar esos propósitos que dejamos a medias, las debilidades que nos caracterizan, nuestros errores.