Hacienda somos todos
A veces dudo si soy un 030 o un Modelo 111. Y la duda me la endosa Hacienda. Les confieso que cuando me llega un mensaje electrónico de la Agencia Tributaria me echo a temblar, y no porque piense que me han cazado en alguna pillería para evitarme un pago aquí, un pago allá, sino porque sus explicaciones son para mí un galimatías, y los formularios que me piden que entregue correspondientemente rellenados, un crucigrama. Si bajo este sistema estamos sometidos los contribuyentes, debo ser tonto porque entender, lo que se dice entender, no entiendo nada más allá de las casillas en las que se me piden mis datos básicos (nombre, apellidos, número de identificación fiscal y dirección, con ciudad y provincia).
Admiro a los funcionarios, capaces de empacharse del temario exigido para sentarse en una de las mesas de la delegación de marras. Los admiro porque han aprendido una lengua más complicada que el parsi. Ofrecerme el ejemplar para el interesado como quien saca de un sombrero un ramo de flores, quedarse con el ejemplar para la administración como quien realiza un requiebro flamenco, elegir el tampón adecuado y golpearlo con determinación sobre ambos ejemplares es, para mí, un espectáculo. Y no digo nada cuando sueltan una retahíla acerca de las retenciones correspondientes y los ingresos a cuenta, de los rendimientos del trabajo y de las actividades económicas, de declaraciones y predeclaraciones, de la documentación complementaria y los certificados electrónicos… A punto he estado, más de una vez, de romper en una salva de aplausos una vez han tenido que detenerse a tomar aire.
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La terminología administrativa, además de impenetrable es equívoca. Lo subrayo porque no son pocas las ocasiones en las que he tenido que bajar las orejas, cuando el funcionario ha examinado los documentos que le he presentado en el interior de una carpeta y me los ha devuelto, diciendo: <<Le falta el alta en el IAE>>. O me ha advertido: <<Aquí no está el AAPP>>, sin considerar mi rictus, a punto de estallar en llanto. <<Espero que haya traído la solicitud compulsada de modificación de datos del procedimiento electrónico para el intercambio de ficheros entre la AEAT y las entidades de crédito, en el ámbito de las obligaciones de información a la Administración Tributaria relativas a extractos normalizados de cuentas corrientes>>, me han medido ante la posibilidad de que abandonara la silla de un brinco, tomara en brazos a una secretaria de la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (SAIRF, para más señas), y comenzara a bailar con ella un agarrao.
Hacienda no somos todos, me temo. Hacienda es una hidra que abandonó el lago mitológico de Lerna, su guarida, que comunicaba el inframundo con nuestro mundo polvoriento, se puso una gabardina heredada y unos mocasines de El Corte Inglés, para emplear sus larguísimos cuellos y sus múltiples cabezas para espiar y acosar a los españolitos de bien. El monstruo nos arranca buena parte de nuestro esfuerzo laboral con su veneno en forma de impuestos, requerimientos, modelos A o B, prontuarios, paralelas y la madre que los parió.
Según aquellos que hacen medias y balances de casi todo, los contribuyentes trabajamos ciento diecisiete días para el Estado mangón. Es decir, del uno de enero al veintisiete de junio. Y si hablamos de los que se encuentran en mi rango de edad (aquí, cada cual a lo suyo), los días suben a ciento ochenta y cuatro. Es decir, hasta el cuatro de julio, casi víspera de San Fermín. Y no está mal elegida la coincidencia, pues la persecución de la Agencia Tributaria es comparable a uno de esos encierros que recorren el corazón de Pamplona: los morlacos de Hacienda bien cornudos y alimentados, el contribuyente con el corazón en un puño y las piernas ligeras. Suena el chupinazo y todos a correr entre cornadas, golpes, empujones y pisotones.
Lo peor de todo es que mis impuestos no solucionan aquello que quisiera: las necesidades básicas de los más desamparados; las dificultades de las familias numerosas; la inseguridad de la viudedad, la orfandad y la de todos aquellos que tienen a su cargo a un marido o a un hijo dependiente.
A veces dudo si soy un 030 o un Modelo 111, al tiempo que rabio porque mis impuestos, honradamente ganados con el sudor de mi frente, terminan en cualquier ocurrencia despótica de este y otros gobiernos.