Guerra al ruido
Siempre escuché que tanto la generación de mis padres como la que me corresponde, son las más afortunadas de la historia porque nos hemos librado de la guerra. Añadiré a estas la de mis hijos, y muchos de los lectores querrán sumar la de sus nietos. Sí, gracias a Dios y hasta el día de hoy, en la Europa occidental disfrutamos de un racimo de décadas sin llamadas apresuradas a filas, sin pleitos demasiado graves entre vecinos, sin intercambios de proyectiles. Por eso se dice que nuestros ejércitos son fuerzas de paz, a la que contribuyen en esos mundos de los que ni sabemos ni queremos saber.
Nuestras batallas son de orden menor, porque la paz ha contribuido a una bonanza económica como no han conocido los siglos. El europeo, hecho a lo largo de la historia a doblar los riñones de sol a sol, a comer sopas de pan, a dormir en un jergón y morir de tisis, es hoy un acomodado viator a la zaga de ofertas de chárter y media pensión, en hoteles de tres y cuatro estrellas. Así que las guerras a las que nos alistamos son otras: las de arrellanarse en el sillón con el mando a distancia preso en la mano, ante el riesgo de que el cónyuge, el conviviente, el hijo de ambos o la hija de uno de ellos (fruto de una antigua relación, suele decirse) pretenda continuar el devenir de una serie, en vez de engolfarse con una cerveza durante un partido de la Champions. En el mando, la televisión, la Champions y la cerveza está la guerra, sí. Una guerra compuesta por batallas de ruido.
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El ruido es nuestro principal enemigo, zapador que nos va poniendo cargas explosivas a cada paso. Ruido que –démonos cuenta de una vez– sale victorioso en cada una de sus escaramuzas. Ruido que nos domina de los pies a la cúspide del cráneo, desde el amanecer a la madrugada. Ruido que somete nuestro pensamiento, nuestra voluntad, nuestras relaciones afectivas, nuestras habilidades sociales. Ruido que nos traga hasta hacernos desaparecer.
Me impacta visitar las residencias de ancianos, no tanto por la triste perspectiva de todas esas personas que, de algún modo, viven la cima de sus días prisioneras en pabellones de largos pasillos que huelen a puré y pescadilla en salsa verde, como por el uso abusivo que hacen sus cuidadores del televisor. Ante la falta de manos con las que atender tantas necesidades, enfermeros y celadores convierten la sala de estar en un cine en sesión continua. En primera fila, los residentes que van en sillas de ruedas, unos dormidos y otros a medio dormir. Detrás, en incómodos sillones de polipiel y en butacas de plástico nada confortables, los demás huéspedes. Todos orientados a la pantalla según la disposición de un anfiteatro, como si dicho electrodoméstico fuese el tabernáculo de un templo pagano. Los ojos acuosos, las miradas inocentes, las expresiones perdidas y hasta los párpados cerrados quedan abducidos horas y horas por el zumbido de chicharra de la tele, que deshace las conversaciones, que acalla todo amago de palabra. Como dice más de una víctima de la programación infinita, vampirizado por el síndrome de Estocolmo: «la tele te hace compañía», sin reconocer que dicha compañía confunde el afecto con el ruido.
Nuestros hijos no ven la televisión, pero son dependientes de otros ruidos, de los que empezamos a conocer sus dañinas consecuencias, de las que, por cierto, los adultos tampoco nos libramos. Unos y otros nos hemos dejado esclavizar por ruidos que nos torpedean la materia gris, ráfagas de metralleta que despedazan nuestra capacidad de reflexión.
Hay ruido cuando nos despertamos y lo primero que hacemos es alargar la mano para consultar el teléfono. Ruido que se convierte en una lluvia de detonaciones si tras la consulta –de wasaps, de llamadas que quedaron silenciadas– caemos en la telaraña de los correos electrónicos, de la prensa, de las redes sociales… Nuevo ruido cuando encendemos la radio con la excusa de conocer la actualidad, y dejamos que el monólogo de un locutor estrella reine durante el desayuno. Y más ruido si nos duchamos acompañados con música. Estruendo cuando llevamos en coche a los niños al colegio, enmudeciéndolos con un dial cuajado de tertulias, publicidad, entrevistas y canciones, más canciones. Algarabía molesta cada vez que desbloqueamos la pantalla del móvil por saber si seguimos interesando a los habitantes del planeta. Ruido cuando nos difuminamos en la niebla de las llamadas, muchas escuchadas con uno o dos pinganillos en las orejas, voceando por la calle, incluso en lugares en los que deberíamos permanecer en silencio o bajar el tono de voz. Una batahola si aprovechamos cualquier parón (en la consulta del médico, en el transporte público, en la cola de la panadería) para consultar likes o descender por la cascada de un hilo de Twitter sin fin. Escándalo si a la lluvia de notificaciones añadimos un sonido de alerta, un encendido y apagado de luz blanca. Barahúnda si preferimos almorzar y cenar enchufados a más ruidos, en vez de mantener una sosegada conversación familiar en la que los comensales nos miramos a los ojos. Pendencia si hasta cuando cumplimos con las exigencias básicas nuestra naturaleza, necesitamos un ruido que nos disperse, que nos entretenga, que nos evada.
No voy a ser hipócrita: hace tiempo me dejé apresar por el ruido y hoy soy su esclavo. Y quisiera, como Ben-Hur o Espartaco, encontrar el modo de librarme de su tiranía. No escondo que primero convertí el ruido en hábito y después en servidumbre, pero estoy dispuesto a jugar todas mis bazas con tal de disiparlo y sentirme otra vez libre.