Estragos del calor
Mis mayores alababan el pudor y la modestia como virtudes completamente ajenas al puritanismo caricaturesco, a los vahídos de esas tías solteronas de mirada escrutadora, impertinente y castigadora, al verbo colérico de aquellos curas con bonete que en otras calendas predicaban desde la altura de los púlpitos.
Pudor y modestia son virtudes específicas de las mujeres y los hombres elegantes como descripción. Y, aclaro: la elegancia, la caballerosidad (en el caso de nosotros) no son aposturas reservadas a la gente de alcurnia; de habitual, las clases medias y las humildes abanderaron el señorío de quienes manifiestan su dignidad ante los ojos de los extraños, más allá de la limitación de sus maneras, sus economías y sus armarios.
Y todo esto, a cuenta de qué… Pues de los estragos que provocan el calor, el verano, las vacaciones, la invitación del termómetro a «ir fresquito» sin tener en cuenta las normas básicas de urbanidad. Me siento obligado a aclarar que no pretendo realizar un juicio elitista. Si aceptamos que elegancia y señorío, tal como he dicho, son un don que pueden abrazar todos los estratos sociales, la vulgaridad, por desgracia, también traza una línea transversal de la que no se libra ninguna franja de la población. Saber estar no es cuestión de cartera ni ciencia, sino de respeto a uno mismo por un natural respeto a los demás.
Únicamente voy a referirme, a modo de ejemplo extrapolable al resto de la anatomía humana, a los pies que a lo largo de estas primeras semanas estivales han pasado por delante de mis ojos. Me refiero a los pies desnudos, esto es, a los que apenas van protegidos por las tiras de unas sandalias. Acepto, por supuesto, que existen quesos bien moldeados (aunque sean los menos, y siempre de mujer. Los niños, por supuesto, no entran en este análisis, pues todos ellos son angelitos de Murillo) que pueden lucirse con toda justicia. Diferentes son el resto de cabos con los que cualquiera se topa allí donde trasiega un público heterogéneo, ya sea un centro comercial dotado de la agradable atmosfera de aire acondicionado o una estación de tren cuajada de viajeros con rumbo a la playa. Sea donde sea, se trata de una leva de pinreles espantosos, un espectáculo deleznable de extremidades pequeñas como de ratón o desmedidas como buques de la armada, algunas con los dedos prietos a modo de escalinata, otras separados entre sí cual falanges de pato.
Sé que no hay guapa ni guapo que pueda evitar las protuberancias que causan los juanetes, callos y durezas, pero invito a que los aireen en un entorno de confianza. Lo mismo sugiero a quienes no tienen empacho en dejar al aire sus talones de variadas tonalidades, que van del amarillo al verde a cuenta de una dudosa higiene, o a los que se les deslizan las plantas de los pies sobre la superficie de las chancletas por efecto de una sudoración excesiva.
Regreso a los dedos inferiores: a los que sin culpa han trepado sobre su vecino plantar y a los que viajan erectos como un periscopio; a los que van abrigados por una espesa mata de pelos y a aquellos afectados por los múltiples problemas ligados al universo de las uñas: los hongos, las fisuras y roturas, las deformaciones disimuladas con unos esmaltes horripilantes deberían pasear ocultas bajo el cuero o la tela de un zapato cerrado. Nadie merece darse de bruces con uñeros ajenos; con viseras que no han visto una tijera, alicate o cortaúñas desde la noche de los tiempos, que sobresalen a modo de toldos gruesos y combados. Tampoco nadie merece convertirse en testigo de picaduras en la queratina, roturas parciales, aguijones en los extremos, negruras sanguinolentas a cuenta de un calzado que ha presionado más de la cuenta, de un pisotón, de una patada contra un adoquín o de una larga marcha por montes y llanuras, así como de desagradables lutos en el hiponiquio (¡lo que están aprendiendo, señoras y señores, gracias a este artículo!) por parte de quienes han roto la amistad con los necesarios cepillos de cedras.
Introduzco una sección exclusiva para los tatuajes que cubren las piernas, especialmente aquellos que de tan cuajados simulan la caña de un calcetín, con elástico y todo, y que aprovechan la curvatura de los gemelos de sus propietarios para sugerir escorzos que ni el mismísimo Caravaggio. Son dragones, calaveras, floripondios, rayos, frases, guitarras, cruces que en no pocos casos trepan por tripas, brazos, espaldas, omóplatos, pecheras y cuellos. Me abruma cruzarme con un ser humano convertido en un jarrón multicolor de la dinastía Ming, como me abruma la contemplación de muslámenes como globos terráqueos y blancas y huesudas patitas de flamenco en entornos ajenos a las piscinas y las playas; es decir, las que se airean con absoluta naturalidad por las escaleras mecánicas de El Corte Inglés.
El pudor y la modestia protegen y potencian la estética corporal, esto es, la manera de mostrarnos al mundo con un empaque que nos hace merecedores de admiración, así como aseguran la salud ocular de una ciudadanía sana de los pies (nunca mejor dicho) a la cabeza.