¡Escándalo; es un escándalo!
Nos encontramos en pleno vilipendio, día a día, grabación a grabación, pornografía en rama, circo para la masa sin que nadie denuncie este fusilamiento por capítulos, un escarnio a la vista de todos: Juan Carlos I con las manos atadas, paseado desnudo en un carro para que el pueblo –¡ay, el pueblo que hace no mucho jaleaba con vítores a quien decidió ser Rey de todos!– le lance, con el propósito de acertar en su cuerpo viejo y maltrecho, frutas podridas, piltrafas en descomposición y toda clase de basuras hediondas. Las grabaciones de voz, así como las indiscretas fotografías las van destapando los medios con amarilla sordidez y poco a poco, como corresponde a los culebrones de mesa camilla que dan pingües beneficios. Qué penosa charanga, qué asqueroso entierro de la sardina que hace caja mediante unas conversaciones telefónicas íntimas, que solo competen al interés de las dos personas que las mantuvieron, a las que les amparaba todo el derecho para llamarse y decirse aquello que les viniera en gana.
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Desde el elefante de Botswana, la vida de Don Juan Carlos se ha convertido en un pimpampum para todos los públicos, un desvelar continuado de amantes y chantajes, un saco de chismes para inyectar la dosis justa de veneno en cada tertulia de comadres y compadres que ponen los ojos en blanco, jugando a sufrir un síncope ante la inmoralidad de los comportamientos regios, escondiendo tras el ajado telón de armiño sus propias golferías, como hacían aquellos fariseos descritos hace tres milenios, que lanzaban los puños al cielo entre exclamaciones: «¡Escándalo; es un escándalo!...», como en el estribillo de la pavorosa canción de Raphael.
Una trepa alemana, una mallorquina discreta, una ordinaria profesional del destape patrio y las que puedan venir, que seguro serán unas cuantas, son el chusco argumento que multiplica el beneficio por la carnaza. La prensa se convierte en un burdel cuando pone un micrófono a quien no tiene nada positivo que decir. ¿Dónde está la piedad por un hombre que no quiere ni puede defenderse de tantos golpes legales y morales?. El escándalo no es Bárbara Rey sino el espionaje a quien fuera Jefe del Estado, mando supremo de las Fuerzas Armadas y símbolo de unidad en una nación enferma a causa de un agresivo independentismo. Lo inadmisible es la difusión malintencionada y a voz en grito de los encuentros de un hombre infiel con una mujer ligera de cascos y ávida de dinero. Lo terrible es este chorreo de maledicencias, que fomentan un odio multiplicador contra un Rey sin trono, al que no se le permite vivir ni morir en su país.
No voy a detenerme en el haber de Don Juan Carlos, tan abultado y reconocido por todos los rincones del mundo. Tampoco en el debe, una suma de errores originados en su empecinada negativa a atender las honestas recomendaciones de muchos de los profesionales de su Casa, que le advirtieron del riesgo al que se exponía por juntarse con determinados aduladores, con amigotes pretenciosos y con previsibles traidores. Unos y otros han minado su persona, figura y prestigio. ¿Por qué la prensa no le previno entonces de la inconveniencia de disponer de esa baraja de queridas, que por un