Es para mañana
Me encantaría encontrar algún resquicio en el tiempo por el que asomarme y contemplar cómo trabajaban en los años –es un suponer– veinte, treinta, cuarenta… del pasado siglo, incluso más atrás, antes de la invención –es un decir– del teléfono, de la máquina de escribir o del telégrafo. Sí, me pica la curiosidad por conocer cómo se organizaban aquellos hombres (por aquellos entonces encontrar mujeres en las oficinas eran una rareza) que por las mañanas se despedían de sus familias y ponían rumbo a sus despachos en un agradable paseíto. Claro que mi curiosidad, al menos en el rato que dedico a elaborar este artículo, se concentra en aquellos quehaceres más o menos equiparables a los míos y a los de la gente que me rodea, que por las mañanas también nos despedimos de nuestras familias antes de subirnos al coche para poner rumbo al atasco que nos conduce a nuestras oficinas, donde desempeñamos eso que se conoce por profesión liberal.
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Sobre todas las cosas, me gustaría conocer el modo con el que aquellos colegas en blanco y negro, incluso en sepia, se enfrentaban a la organización de la jornada, esas seis, ocho, diez horas que empleaban en cumplir la misión estipulada en sus contratos laborales. Ellos también tenían una hora de entrada (eso que ahora llamamos fichar) y otra de volver a casa. Y tenían agendas en las que iban construyendo el rompecabezas de sus semanas, que como las nuestras se irían cuajando de gestiones, reuniones, conferencias, negociaciones y todo ese guirigay de materias que arman nuestros días. A fin de cuentas, lo que me tiene en un ay es saber si ellos también conocían el hormigueo corporal al que los psicólogos llaman estrés, adaptación del término inglés con la que englobamos todos los azares que nos provoca en cuerpo y mente la presión que deviene de las circunstancias desquiciantes del trabajo, el desgaste invisible de quienes, aunque no nos rompamos el espinazo sobre un campo roturado, gastamos las horas encadenados al ordenador, al teléfono fijo, al móvil y a internet, acosados por lo urgente y por lo que es más urgente todavía, haciendo malabares para sobrevivir en esta era en la que parece imposible ponerle el punto final a cada tarea, ya que esas mismas tareas se acercientan sin ton ni son, como la lava espesa de un volcán. Si los que laboraban con el sudor de su frente terminaban por llenar los graneros y henchir corrales y cuadras, aquellos que nos anudamos la corbata y olemos a colonia no acabamos de saber cuándo podremos dar nuestras labores por concluidas.
¿Exagero?... Tal vez, pues si bien es cierto que cada día tiene su afán, en el siglo presente los afanes parecen multiplicarse por infinito, por más que la comodidad que nos sujeta a la butaca haya limado ciertas asperezas de antaño: no es lo mismo que un botones traslade los gruesos volúmenes de contabilidad desde los anaqueles a la mesa del amanuense, para que este haga las anotaciones correspondientes con tintero y pluma, que rellenar las casillas de una página de Excel, que podemos variar, borrar e insertar a demanda, nada que ver con hacer tachaduras y colocar rectificaciones o notas aclaratorias antes de que el cómputo se inmortalice en un pliego rasgado con delicada caligrafía, que en diciembre se unía al resto de pliegos para encuadernarse en piel y en cuyo lomo se grababa el año correspondiente en pretencioso pan de oro.
Las herramientas digitales que deberían haber ordenado nuestro trabajo, limitándolo a la óptima realización de las competencias que por contrato nos corresponden, limpiándolo del polvo y la paja que ensuciaba las de nuestros mayores (los archivos, las hojas de carboncillo para calcar, la lentitud en las comunicaciones, el no encontrar al cliente en su teléfono fijo que, además, era el único teléfono posible, el esperar, esperar y esperar…), han provocado, sin embargo, que cada día laborable sea como un volquete que desparrama sobre nuestra mesa un sinfín de tareas para ayer, a las que a su vez se añaden las que ¬–clin, clin, clin…– escupen constantemente el correo electrónico, el wasap y las llamadas intempestivas que convocan a una reunión fuera de horario o anuncian un cambio radical de planes que tira por la borda lo que estaba previsto, medio realizado o ejecutado con maestría.
El siglo XXI es el siglo del continuo despiste, el de la distracción: la solicitud de tantos frentes, las llamadas constantes de atención, la imposibilidad de retirarse del mundo aunque sea por unas horas han conseguido que el trabajador de profesión liberal, heredero de la flema con la que aquellos oficinistas del pasado cumplían sus cometidos antes de volver a casa para cenar una sopa caliente, sea un pulpo multifuncional al que le suben y bajan por el espinazo los sarpullidos de la ansiedad, el castigo de percibir que llega siempre tarde a todo lo que se le demanda, la triste conciencia de que el monstruo de lo pendiente nunca deja de crecer.