Enero es una fiesta

Enero es un mes antipático, y eso que sus primeros días siguen ligados a la Navidad: empieza con la dramaturgia grosera de la Nochevieja, sobre todo si la vivimos pegados al televisor, que comprende una sarta de supersticiones a las que cada cual da más o menos importancia (dejé de ser niño, dejé de tomarme las uvas). El día siguiente –preciosa fiesta en el calendario Litúrgico, cuya protagonista es la Madre de Dios– la mayoría de los jóvenes lo dedican a sestear después de las serpentinas, el confeti, los gorros de cartón y el haber bebido de más. Y un poco más adelante, los Reyes Magos, que por marcar en el calendario el final cortante de las vacaciones tienen un regusto agridulce una vez el salón ha quedado cubierto de gurruños de papel de regalo. Hay roscón, con su aroma a agua de azahar y frutas escarchadas que en casa solo me las como yo, dulce ante el que me comporto como un pequeño caprichoso en busca del regalito escondido. Y la tristeza cansina de tener que recoger los belenes y otros adornos, volviendo a la rutina decorativa de nuestra vivienda.

Al amanecer del día ocho, de golpe y porrazo, el mundo sale del feliz letargo. Quizás quede una botella de champán en la nevera, una tableta de turrón a medio comer, unos mantecados huérfanos que terminarán en la basura después de que nadie haya querido darles el digno final que merecen. En el metro, en el autobús de línea se adivinan las prendas nuevas, quizás unos guantes o un gorro de lana. Las luces de la ciudad no volverán a prenderse, pero aún pasarán varias semanas hasta que los operarios municipales se las lleven. Recibiremos deseos de felicidad para el año recién comenzado. Ofreceremos esos mismos deseos. Incluso en febrero nos toparemos con alguien que nos repita maquinalmente la fórmula, y que nos obligue responderle de igual manera. 

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Seguimos en enero, en este enero de la gran nevada, del frío polar al que los profesionales del clima han puesto un nombre que suena a personaje de los viejos tebeos de Bruguera. Y de la sal en las calles. Y de los resbalones allí donde nadie ha espolvoreado el mineral de cualidades disolventes. Y el hablar de si hoy la temperatura ha bajado tres grados, de si han anunciado, para la semana que viene, un cierzo propio de Siberia, o de si se teme otra borrasca que vuelva a cubrir las carreteras para incomunicar las provincias que llevan meses incomunicadas a causa del virus, que de pronto ha perdido actualidad, a pesar de que continúa su venenoso viaje, como una infestación de carcoma que agujerea los parabienes del nuevo año, el ansia por conseguir un estado de felicidad que pretendemos sujetar a la salud, al dinero, a la prosperidad, a la seguridad de una vida sin contratiempos… perchas endebles que siempre terminan por caer.

Es este mes de enero el de la subida de la luz, el de miles de hombres y mujeres que se quedan en el paro, el de la dispensación mal gestionada de las vacunas, el de la cuesta abajo y la hucha vacía, el de las rebajas y el de las rebajas de las rebajas. Es el mes en el que prosiguen las noticias acerca de nuestra economía catastrófica, en el que el gobierno seguirá aprovechando nuestra desazón a causa de tantas cosas para colar su ristra de fechorías a golpe de decreto, quizás el de las primeras eutanasias a los desesperados, quizás el de las primeras aplicaciones de los artículos de la nueva ley de educación, estoconazo a la libertad de los padres y al derecho de nuestros hijos a formarse como personas de bien.

Enero es un mes antipático. Quizás el de este 2021 sea más antipático que ningún otro. Pero nos queda la rebeldía: contra el pesimismo que puede destilar este artículo, contra el miedo que lleva aturdiéndonos desde febrero de 2020, contra los abusos de quienes recibieron la confianza de los votos para gestionar los servicios que garantizan el bien común, contra la tentación de vincular la felicidad a variables caprichosas que nunca lograremos dominar. Enero es un mes antipático que no debería doblegarnos, que tendremos que convertir –sí o sí– en una fiesta.