Encuesta de satisfacción

Cada vez que acudo al departamento de Atención al Cliente de mi compañía telefónica, necesito hacer un ejercicio de virtud agustiniana para no saltar iracundo en el momento final, la guinda del pastel, aquel en el que los empleados del centro de llamadas sueltan la interminable retahíla acerca de una encuesta telefónica en la que puedo valorar la calidad del desempeño que han puesto en la resolución de mi pedida de socorro. Y como en mi casa el Wifi va y viene en una repetida huelga de brazos caídos, marcar el número de rescate, que es una de las responsabilidades familiares que porto sobre las espaldas, se ha convertido en un habitual de mi semana, qué digo, en el pan nuestro de cada tres o cuatro días.

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Este tipo de llamadas tienden a quedar interrumpidas. De pronto, una mano negra toca un misterioso botón que me deja contando mi reclamación a la nada, a veces durante unos minutos por no haber escuchado el funesto “clic” que deja colgada la comunicación. No estoy descubriendo la pólvora: todos mis lectores son duchos en este tipo de gestiones telefónicas que son una losa y un imprescindible al mismo tiempo. 

Es el misterioso botón que deja la exposición de motivos en el aire, en la nada, y que con una picazón de ansiedad me obliga repetir cada uno de los pasos ya realizados, séase teclear el número, recibir el molesto impacto de una tonada en bucle que se reproduce a un volumen multiplicado que también multiplica mi irascibilidad, seguida de una grabación que la humanidad (cada usuario en su idioma, por supuesto) podría declamar a coro –un coro empastando en distintas voces, para darle un plus de polifonía–, durante la cual uno, infeliz, se empeña en adelantar la respuesta: «¡Este mismo!» (refiriéndome al número telefónico sobre el que deseo hacer la consulta) antes de que finalice la locución de la gigantesca computadora del call center, lo que me fuerza a repetir «¡Este mismo!» como la cotorra de una vieja solterona, hasta en cuatro ocasiones mientras la voz grabada hace oídos sordos. Acto seguido vuelve el jingle borgiano que me obliga a separar el terminal del rostro para que no me dañe el sentido de la audición. 

Tengo la pulsación acelerada, la oxigenación en sangre dando volteretas. Por experiencia, sé que la máquina no va a dar su pulso a torcer, ya que he comunicado la razón del mi consulta, el malnacido Wifi, y está previsto que los problemas con el Wifi los resuelva directamente el ciclópeo ordenador de la compañía telefónica. «¡Agente!», vuelvo a ser un loro desplumado, «¡Agente!»… y así hasta que los chips tienen piedad de mí y la locutora enlatada se aviene a pasarme con uno de los miles de empleados de la cosa que, lo sé, después de volverme a preguntar por mi número de teléfono y dirección, así como de solicitarme la cifra del DNI, mi nombre y dos apellidos, me va a pedir que le relate pormenorizadamente mi problema, para animarme, sí o sí, a apagar el router y volver a encenderlo pasados unos minutos (mandato que incumplo porque la cajita mágica está dos pisos por debajo del ático en el que trabajo y el cable de la fibra solo llega a la primera planta de nuestro adosado. Además, he certificado repetidamente que es una operación huera). Lo peor es el final irremediable: «Le paso con un agente de nuestro departamento técnico» quien, si no se produce el “click” de desconexión de la llamada, volverá a preguntarme por mi número de teléfono, dirección, DNI, nombre y dos apellidos, para, de seguido, requerirme una narración detallada de cuál es el inconveniente con mi red (es decir, lo mismo que acabo de explicar al primer subalterno). Después me rogará que desconecte y vuelva a conectar el router pasados unos minutos (maniobra que tampoco efectúo y encubro con una mentira piadosa). 

Pese a que el operador, que se encuentra a una distancia oceánica de mí, no sea responsable del mal funcionamiento de uno de los servicios básicos que ofrece su compañía y que pago religiosamente mes a mes, la inflexión agresiva de mi voz obra el milagro: veo que de pronto resucita la señal en la antena de mi PC, hasta nueva y cercana ocasión.

Ha llegado la hora, el momento fatídico, el más difícil todavía. Aprieto los dientes, inspiro dilatando todo lo que puedo las asas nasales, lleno muy poco a poco de aire los pulmones… Por respeto y por temor a una reacción airada por parte del técnico, que podría volver a desconectar el cable que me da cobertura, escucho su invocación a la evaluación de su desempeño, la maldita encuesta, para la que me ruega la mejor de las calificaciones. Dice que será “breve”, lo que es mentira. Esa llamada automática interrumpirá mi concentración en diez, quince o treinta minutos con un telefonazo en el que la voz enlatada, con un entusiasmo que se me antoja retador, escupirá una introducción oída infinitas veces a que elija, en tres o cuatro preguntas, una respuesta con una baraja de dígitos, en el que «el 9 querrá decir que se siente muy satisfecho del servicio recibido». 

Lo infame es que el capricho de la encuesta se ha convertido en una epidemia que acabará por hacerme desistir de mantener cualquier contacto telefónico con mi compañía de teléfono, con el suministrador del gas, con el suministrador del agua, con la compañía eléctrica, con el seguro del hogar, con el seguro de salud, con el ambulatorio médico, con la Agencia Tributaria... A este paso, mi mujer pretenderá realizarme una encuesta después de sus llamadas para saber si como o no como en casa; otra nuestra queridísima empleada del hogar, para que valore mi grado de satisfacción respecto al estofado y los huevos fritos; cada uno de mis hijos, para que puntúe el acierto o desacierto en su ruego de que les haga un bizum.