El largo secuestro
Me sobrecogen los relatos de aquellas personas que han sufrido un secuestro. Claro que para que lo relaten, el secuestro debe de haber tenido un final feliz, lo que convierte mi sobrecogimiento en un hondo suspiro de alivio. También cabe que sean otros quienes lo cuenten, lo que conlleva, por desgracia, otro tipo de final. Fue el caso de Javier Ybarra, un empresario ejemplar, hombre de una pieza, caballero de los de antes, señor de la cabeza a los pies que fue víctima de uno de los primeros vómitos de la ETA, que lo secuestró en su vivienda de un modo cobarde, lo propio de la banda: cuatro terroristas disfrazados de camilleros entraron en su domicilio, amenazaron de pistola a sus familiares y se lo llevaron drogado. Después de haberlo retenido durante semanas en un monte, maniatado y sin comer, lo asesinaron de un tiro en la cabeza. La autopsia certificó que sus intestinos estaban pegados por ausencia de tránsito alimenticio y que en el estómago había hierbas que demostraban que, en su desesperación, había tragado mordiscos de pasto. En una carta manuscrita que envió a su esposa y a sus hijos (una excepción en las viles maneras con las que la ETA trataba a sus secuestrados), Javier Ybarra dio una última muestra de grandeza al transmitirles su paz de espíritu y su abandono en la voluntad de Dios.
Entre los que se resolvieron felizmente destaca el de Bosco Gutiérrez, un arquitecto mexicano cuyo testimonio está a disposición en internet. Bosco tiene arrestos para describir los hechos tal como fueron, desde el hundimiento psicológico y el deseo de que le llegara la muerte, a la resurrección interior y la milagrosa huida. También el de José Antonio Ortega Lara, torturado con inefable crueldad por la ETA y que fue rescatado después de quinientos treinta y dos días con sus noches, en una operación policial que ha pasado a los anales de la Historia. Días antes los asesinos habían decidido abandonarlo en el interior del diminuto y húmedo zulo en el que solo podía dar tres pasos, oculto bajo una pesadísima máquina industrial.
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La libertad, junto a la vida, es el más inalienable de los derechos, y en los secuestros se ponen uno y otro en jaque con el ejercicio de la violencia y la extorsión a cara tapada. Javier Ybarra no debería haber muerto en aquel junio de 1977. Tampoco Bosco Gutiérrez ni José Antonio Ortega Lara deberían haber pasado un solo instante en el maletero de un coche, en una habitación mugrienta, en un socavón indigno de las cucarachas.
Por todo esto, cobra un aire de necedad la comparación entre los estados de alarma y confinamiento a los que estamos sometidos desde hace un año a cuenta del coronavirus y cualquier secuestro. Los límites que las administraciones públicas están poniendo al ejercicio de algunos de nuestros derechos, buscan, con mayor o menos acierto, el bien común. Sin embargo hay quienes se sienten secuestrados. Y son los jóvenes. Sobre todo los jóvenes.
De ellos se ha dicho de todo y por su orden, como si en su multitud fuesen uno. Se les acusa de llevar mal ajustada la mascarilla. Y de no llevarla. De reunirse con más personas (otros jóvenes, claro) de las permitidas. Y de formar parte de encuentros multitudinarios en los que no se cumple una sola de las órdenes para la prevención del contagio. De aprovecharse de los toques de queda para ejercer el vandalismo. Y de tener un comportamiento continuado francamente vandálico.
Insisto en que se toma la parte por el todo. La selección de noticias negativas por parte de los medios de comunicación convierte a los menores de veinticinco años en enemigos públicos, como si estuviesen confabulados (los de Santander con los de Algeciras, los de Badajoz con los de Mahón, los de Murcia con los de La Coruña, los de Maspalomas con los de Cadaqués…) para contagiarse con el único propósito de infectar a sus abuelos.
La juventud está emparejada a los primeros vuelos fuera del nido, a la necesidad de pertenencia a un grupo, a la experiencia de la amistad y el colegueo, al descubrimiento del amor, a la asunción de responsabilidades y a la apuesta por ideales que el tiempo irá colocando en su justo lugar. Todo difícilmente compatible con las restricciones: desde el confinamiento total al parcial, pasando por la horquilla de horarios tempraneros para estar en casa y por la prohibición de salir del barrio, la ciudad, el municipio, la provincia y la comunidad autónoma. No pueden reunirse en pandilla, salvo incumpliendo la norma. No hay un local en el que tomarse unas cervezas, en el que bailar desinhibidos, cantar a voz en cuello o disfrutar de un partido de fútbol ante la pantalla. Por si fuera poco, la Universidad se les ha acotado en días alternos, y desde casa hablan al micrófono escondido del ordenador lo que deberían conversar de tú a tú con sus amigos, compañeros y profesores.
Los jóvenes son víctimas de un secuestro, aunque este vaya a tener –Dios lo quiera– un final feliz. Cuando se relajen las medidas de prevención, cuando los que mandan decidan que el peligro es asumible (vida y peligro, amigos, son inevitables compañeras de camino), su juventud les permitirá recomponerse en un plazo breve. Apenas pasarán una tibia sensación de resaca, pues la jovialidad de su edad y el arrojo que despierta el futuro cuando todo está por escribir, les impulsará a caminar como si no hubiese existido esta larga y luctuosa interrupción. Pero llevarán –¡claro que llevarán!– el tatuaje del secuestro, que de cuando en cuando les dará un pellizco de acíbar.