El fin del mundo

No es nada original padecer de temor milenarista, barruntar que nuestro breve paso por la vida podría coincidir con la ruptura del mundo en mil pedazos, que quizás oigamos a las trompetas que romperán el cielo de parte a parte, que un día podamos ser espectadores de todos los horrores (y las maravillas, que también forman parte del discurso escatológico de los evangelios) que se presumen como antesala del Juicio Final. El ciclo por el que pasamos todos los seres humanos comprende la viabilidad de que seamos coetáneos del final de los tiempos, en parte porque formamos parte de una civilización que bebe de las Escrituras, en las que ese momento está minuciosamente descrito, en parte porque somos lo suficientemente avispados para comprender que nada dura para siempre, en parte porque nuestra propia existencia cumple un proceso de agostamiento que nos empuja hacia el final, la muerte y el miedo. 

Esta sospecha es común a todos. Los libros de Historia reflejan el pánico milenarista que condicionó a la cristiandad europea del año mil. Antes, los primeros cristianos pensaban que la Parausía (el regreso triunfal de Cristo como culminación de todo) era inminente. Por no hablar de la pavura supersticiosa de otras religiones, así como del panteísmo y el animismo, siempre a la zaga del desastre de los desastres que también forma parte principal del discurso de las sectas.

Los nuestros no son los días más negros de la Tierra, a pesar de que conviene escrutar los signos de los tiempos, cuajados a la vez de calamidades y de hechos positivos que mueven a la esperanza. Que en Santiago de Chile hayan ardido algunos templos no es una novedad, por desgracia; mexicanos y españoles tenemos una larga experiencia del odio anticristiano. Y aunque algunas naciones abjuran de sus raíces cristianas, adormiladas por el narcótico del relativismo y la tibieza de ciertos obispos, sería una torpeza monumental que nos dejáramos arrastrar por el desánimo al ver cómo se desmoronan tantas certezas.

Santa Teresa de Calcuta estaba convencida de que Dios es un padre paciente, que con el nacimiento de cada niño demuestra “que todavía no se ha cansado de nosotros, aunque nosotros nos hayamos cansado de Él”. Abramos la puerta a la jaula del pájaro de mal agüero que llevamos en el corazón, recuperemos la sonrisa y concentrémonos con optimismo en el hoy y el ahora. Es decir, volvamos a ser ese niño que llega a la vida cargado de la paciencia de Dios.