El Correo de Andalucía: El del bigote y el bombín
No es capricho que a cada uno de mis hijos les haya incitado a enfrentarse a las películas de Charles Chaplin al cumplir los diez años. Ellos, acostumbrados a un cine comercial dominado por los efectos especiales y la linealidad en los guiones, a unas películas que aprovechan la facilidad de los remakes y que abusan de los lugares comunes, así como de la lluvia fina de las ideologías del pensamiento blando (género, buenismo, animalismo, revisionismo histórico, cambio climático y tantas otras ocurrencias de nuevo cuño que salpican las producciones, poco importa que sean de Hollywood o patrias, la cosa es dirigir el destino de los espectadores desde su más tierna infancia), deben contar con la oportunidad de conocer los orígenes de esta industria jalonada por algunos genios.
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Y Chaplin lo fue. Actor, guionista, director, músico, acróbata, mimo… lo reunía todo salvo la modernidad de los medios con los que realizaba sus películas. Sus biógrafos cuentan que más allá del estudio de rodaje, una vez desvestido de Charlot, tuvo todas las características negativas de las personas investidas con un talento muy por encima de las capacidades del resto de los mortales. Escriben que era un tipo excesivamente lujurioso, dañino en su relación con las mujeres, infiel y subyugador, vete a saber si iracundo y hasta violento. Pero el Chaplin que descubrí en mi juventud, el mismo que muestro a mis hijos, es el del bigote y el bombín, víctima de una América que todavía no era el paraíso, hermano del hambre, dueño de la calle (dormía en cualquier lugar, bajo las estrellas), torpe y delicado, un niño con zapatones y pantalón grande y remendado, inocente y extraordinariamente romántico. Su vis cómica, más allá de los errores técnicos de aquellas películas, que se los perdonamos, alcanza a todos los tiempos y a todos los hombres. Y ahí reside su genialidad. De tal modo que quien no se ha sentado a disfrutar de una película de Charlot, no sabe lo que es la risa.