El corazón anudado
Cada vez que me siento a charlar con un matador de toros, crece mi convencimiento de que su oficio está mal designado (aunque aceptemos que matar a la res sirviéndose de un estoque, sea la consumación del espectáculo), pues nadie está más lejos de las habilidades de un matarife que un hombre de luces.
Suelo interrogarles acerca del proceso creativo en la interpretación de cada una de las suertes. No tanto de los movimientos acompasados que deben ejecutar, sino del alumbramiento creativo en el que combinan tres materias primas (astado, torero, telas) y dos vectores (tiempo y espacio). Al escucharlos, veo achicarse el valor de mi trabajo, como si escribir, pintar y tallar madera fuesen meras artes decorativas que ocupan un escalón menor frente al toreo, tan rotundo que absorbe la luz de todas las manifestaciones estéticas.
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Las habilidades sensoriales que me han caído en gracia carecen de compromiso. Yo solo pongo cierta facilidad ejecutora, sostenida en la experiencia que he ido acumulando y, tal vez, en un sutil chispazo de buen gusto. Nada del otro jueves frente a la entrega sacrificial del matador, quien además de una pródiga preparación, del vivir las veinticuatro horas con la tauromaquia bullendo por cada uno de sus poros, pisa la arena con el corazón expuesto a la vista de todos, afirmación nada metafórica: hablo de su músculo cardiaco, el que le conduce la sangre por el cuerpo, el que está conectado a todos sus órganos y le mantiene con vida. Si afináramos la vista, nos daríamos cuenta de que es el mismo torero quien lo ata a los trastos con un nudo imposible de deshacer. Solo con esa pureza y entrega, sin atisbo de trampa, germina el arte del toreo.
A muchos diestros les falta formación intelectual para divagar acerca de ética y estética, lo que es una gran ventaja, ya que no tiene sentido teorizar sobre el arte del instante. El espectador que se convulsiona en el tendido tampoco exige intermediaciones; la emoción sublime a la que lo eleva el toreo es incompatible con la imagen fija y con la repetición. Es decir, en el ejercicio de la lidia no cabe la rectificación, esas tachaduras que ensucian los manuscritos de los novelistas o las partituras de los compositores. Tampoco los brochazos previos que rompen la superficie alba de un lienzo. Ni los esquemas ni los bocetos. No. En el redondel no hay espacio para colocar una papelera en la que el intérprete abandone los gurruños con los naturales y redondos que no le han convencido. El toreo fluye con un sucederse ininterrumpido que transforma la violencia de una bestia en un poema cadencioso.
De niño comprendí la tauromaquia como un conjunto de ejercicios plásticos en los que cada intérprete se hace dueño de una corriente. Si pintores, arquitectos o escritores precisan una suma de años de trabajo para argumentar el expresionismo, la abstracción, el surrealismo, el pop, el minimalismo… en cada uno de los seis capítulos de una tarde de toros, se consuma toda una época de la historia del arte.
Manolo Vázquez me deslumbró a unos meses de su retirada. Su toreo era una danza tan delicada y alegre como desgarradoras eran las faenas de Antoñete, obras trágicas escritas con su cuerpo en decadencia. Curro Romero, a su aire, fabricaba embrujos intermitentes, despacio, siempre despacio. También estaban Rafael de Paula y su barroquismo tambaleante, y el hijo de Pepe Luis, un tímido naturalista que lanzaba bolas de luz que reventaban en el aire. El toreo de cada uno de ellos no era académico, perfecto, sino sublime en sus carencias.
Manzanares fue un paisajista que utilizaba barras de pastel. Paco Ojeda prefería las líneas de grafito, con las que araba jardines cubistas. Espartaco, por su parte, fue un honrado grabador de arte en serie, y Enrique Ponce el niño prodigio del hiperrealismo. Del arte social se encargó José Miguel Arroyo, un tanto tristón bajo el peso de la usurpación de la firma del rey de Gelves, que le obliga a la sempiterna aclaración de «yo soy el otro». César Rincón le dio la espalda al sabor voluptuoso de los frutos de las selvas, al preferir una expresión desnuda y mesetaria.
Más cerca en el tiempo, El Juli firmaba sus obras como «El Emperador de la exactitud». De los Castellas y Pereras son las láminas numeradas. El puntillismo académico le corresponde a Urdiales, dueño del mejor de los dibujos. Y luego está Morante en su caos perfecto cuando aparece rebozado en pintura, barro, madera y piedra, con las uñas manchadas de notas musicales, nada que ver con el dogmatismo cartesiano y a compás abierto de Roca Rey.
Entre tantos movimientos me queda un espacio para las aguadas azules y nostálgicas de Paquirri, Yiyo, Víctor Barrio e Iván Fandiño, aunque a los toreros con los que converso no les gustan las ausencias sino de el presente continuo al que se enganchan los olés, del que surgirán otros genios que renueven lo que fue, es y será la tauromaquia más allá de los siglos.