De cumpleaños
Como diría Carlos Herrera en los espacios musicales en su programa mañanero de la COPE, soy muy de Julio Iglesias. Y lo digo con la boca grande, porque no me gusta el menosprecio que en España hacemos a quienes se han ganado la gloria terrenal a golpe de talento y mucho esfuerzo… hasta el día que se mueren, que entonces sí, subimos el espíritu del vilipendiado sobre un pedestal y comenzamos a llorarle elogios. A Julio le sobran las plañideras (y espero que sea así por muchos años), porque hace lustros que vive sobre una montaña de justísimos halagos a su fructífera carrera. Hoy apenas canta, y soy honesto al advertir que no nos perdemos nada, ya que su voz pequeña se ha enronquecido y, supongo que por el abuso del botox, se le ha fastidiado la capacidad de dicción. Su mejor lado -el derecho-, su impasividad en el escenario, el moreno desmedido, la sosería en los movimientos, la blancura exagerada de sus dientes, los gritos llamativos en el culmen de las estrofas, el ofrecimiento que hace del micrófono al público para tapar la imposibilidad de llegar a los tonos altos y ese diálogo eroticofestivo con el que adereza sus comentarios entre canción y canción, el mismo que emplea en todas sus conversaciones como un recluta fogoso, no son suficientes para que pueda disimular el precio que le ha cobrado el paso del tiempo. Es lo que tiene ser famoso, mundialmente famoso a causa no solo de las dotes musicales (que en el caso de Julio Iglesias no son sobresalientes) sino de un donjuanismo al que ya no puede ponerle más parches.
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Así que este ser muy de Julio Iglesias no esconde una visión objetiva del personaje. A pesar de sus pesares, le admiro y canturreo a lo largo del día muchas de las pistas de sus discos. Y eso que ha arrastrado a lo largo de su larguísima carrera el sambenito de artista simplón, sin apenas mensaje, con una garganta que no es esto ni lo otro, como si le faltara garra (que le falta) y personalidad (que la tiene. No muy marcada, pero la tiene). Sin embargo, se me antoja un cantante inimitable, como demostraba en aquel divertido anuncio de relojes para la televisión, en el que él mismo se presentaba a un concurso de sosías: uno tras otro, frente a un jurado aburrido de tantos pretenciosos, iban entonando el “Me va, me va”. Pero solo cuando le llegaba el turno se conseguía darle el tono adecuado. Eso sí, en el spot había moraleja: no ganó el premio por haberse dejado en casa el reloj de marras.
¿Para qué tanto Julio Iglesias en esta columna? Pues para anunciar mi cumpleaños, leñe, que no todos los días pisamos la línea de salida de los cincuenta. ¿Pero es que la cincuentena tiene alguna relación con Julio? Aunque él la pasó hace más de dos décadas y media, en mi cruce de este Rubicón descubro ciertas semejanzas con “33 años”, que he tarareado tantas veces, en los que Julio creyó ver la mitad de su vida.
Hay aniversarios que impresionan porque nos hacen pensar en que nuestra existencia ha tomado una velocidad incontrolable. La medida del tiempo parece haberse enloquecido y lo mismo pasan tres meses que un día –¿quién no lo ha sentido durante el confinamiento?–, bajo la sensación de que nos han tomado el pelo, de que un invisible prestigiador adelanta la aguja de las horas para que, en un visto y no visto, pasemos de los dientes de leche a la dentadura postiza.
Hay un error de partida en aquella canción que escribió Iglesias, y es el de dejarse llevar por la nostalgia, vivir mirando el pasado, interpretar la juventud como una arcadia en la que alcanzamos el cénit de una felicidad que, comparada con el presente, nos empuja a ser viejos de verdad, es decir, personas sin futuro. Los hombres solo tenemos el presente, ¿quién lo duda?, para construir lo que deseamos ser. El pasado, querido Julio, solo sirve para agradecer lo recibido, que es mucho, y pedir perdón por los errores, el daño causado a los demás y a nosotros mismos, que también es mucho. Y el mañana, ¡ay, el mañana!, es la esperanza de que hagamos del hoy y ahora aquello que debemos en beneficio propio y ajeno.