Canciones a contracorriente

Confieso que con tanta facilidad para escuchar música en cualquier momento y lugar, he necesitado marcar distancias con mis orquestas, bandas, solistas y grupos preferidos. Confieso que estoy ahíto como si me hubiese dado un atracón de mantecados, que es lo que ocurre cuando empiezas a confundir la música con el ruido, un ruido que te persigue allí donde vas, pues todos andamos engolfados con el chaca-chaca que escupe el altavoz del teléfono móvil o de cualquier otro dispositivo. La música entonces pierde su sentido, deja de ser una compañera que ayuda a disfrutar desde el asombro que procura la belleza, a evadir los pensamientos, a tararear sin darte cuenta o a cantar a pleno pulmón. Si hablamos del género ligero, ¿quién entre los hombres de mi generación no ha pretendido hacerle un dueto a Julio Iglesias o enmendarle la plana a la garganta cascada de Bruce Springsteen? Otra cosa es que consiguiéramos el tono, que llegáramos a los agudos o que consiguiéramos afinar, retos más que improbables. 

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Según mis hijos, que llevan soportando mis gustos sonoros desde que nacieron, estoy apalancado en un bucle que va y vuelve hasta el infinito. Es lo que tiene coleccionar canciones en la memoria del teléfono, que es limitada, porque saben que no estoy dispuesto a pagar por un arenal de canciones que ni me van ni me vienen. Lo que quizá no saben es que cuando me dejo llevar por la nostalgia, necesito cambiar ese playlist insistente por la poesía, género que me atrapó cuando, más o menos, tenía su edad. 

La poesía fue la música del mundo antes de que se inventara el transistor: siglos y más siglos de juglares que entonaban versos para regocijo de la gente. Quizás por culpa de tanta música enlatada, los poetas contemporáneos –algunos de una calidad sobresaliente– ya no interesan. 

Siento con dolor que en mi casa y en el colegio no me enseñaran a leerla. Enseguida rompo el ritmo, la cadencia del texto, pues necesito volver al verso una y otra vez para entender su intención, o me quedo atascado en una estrofa a la que no consigo encontrar sentido. Distinto es cuando escucho declamar un poema, sobre todo si el rapsoda renuncia a la sobreinterpretación y al engolamiento.

Como a tantos, Paco Ibáñez vino a deslumbrarme en el momento en el que puse en el viejo tocadiscos un LP que daba voz y guitarra a las “Coplas a la muerte de su padre”, de Jorge Manrique; a “Andaluces de Jaén”, de Miguel Hernández; a “La poesía es un arma cargada de futuro”, de Gabriel Celaya y a la melancólica “Palabras para Julia”, de José Agustín Goytisolo. Fue tal mi conmoción, que para mi cumpleaños pedí de regalo su famoso concierto en un teatro de París, con el que una y otra vez me di un largo baño de historia poética proclamada desde las barricadas. Sin mérito alguno por mi parte, pues por entonces habían pasado muchos años desde que aquellos jóvenes que anhelaban el final de la dictadura tomaran el escenario del Olympia para sentarse alrededor de Paco y exigir a gritos, como si fueran parte de un poema de Blas de Otero: <<¡Libertad!... ¡Libertad!... ¡Libertad!...>> en un éxtasis utópico que, con la llegada de la democracia a nuestro país, enseguida cambiaron por la burguesa Ley del divorcio, el mirar hacia otro lado ante la corrupción, por la molicie del dinero fácil, la teta intencionadamente saltarina de aquella Sabrina de Nochevieja, los discos de Víctor y Ana, y el encogimiento de hombros ante la barbarie del aborto o de la educación de los niños a favor de parte.

Me gusta decir a los adolescentes que la etapa de la vida en la que se encuentran invita a la rebeldía, ideal de que las cosas cambien a mejor. Por eso me descubro ante aquellos que se empeñan en nadar contracorriente, aunque la dirección que tomen no sea la que más me guste. 

El joven que renuncia a formar parte del rebaño tiene mucho más mérito que los protestones del sesenta y ocho y de los setenta, pues no cuenta con un Paco Ibáñez que le preste compás y rima a su empeño, que coloree con palabras bonitas o trágicas su ahínco, que resucite la voz de aquellos que universalizaron los afanes nobles de los valientes. Todo lo contrario: nadar contracorriente exige cerrar los oídos al sonsonete de la música de hoy, ruido y más ruido acompañado por letras que despiertan vergüenza ajena y que, sin embargo, copan las emisoras, las verbenas, las discotecas, los festivales. Reguetones, raps y traps cambian la aspiración de una “España en marcha”, que se coreaba en París, o el sarcasmo del arcipreste de Hita en “Lo que puede el dinero”, por las finuras de un Maluma que no sabe hacer la “o” con un canuto (<<Estoy enamorado de cuatro babies / Siempre me dan lo que quiero/ Chingan cuando yo les digo/ Ninguna me pone pero>>). 

Danzad, danzad malditos mientras esos valientes ignoran vuestra zafiedad y llenan sus cuadernos de versos.